
Por Daniel Lee Vargas
El reciente anuncio de la presidenta Claudia Sheinbaum sobre el rembolso del uno por ciento que el Senado de Estados Unidos busca imponer a las remesas en efectivo parece, a primera vista, una victoria diplomática y un alivio para las familias mexicanas que dependen de esos envíos. Sin embargo, el trasfondo revela una realidad más compleja y preocupante que no debe celebrarse tan pronto ni con tanto entusiasmo.
Acaso un ¿Verdadero logro o maniobra de contención? Lo cierto es que el Senado estadounidense, en línea con la agenda de Donald Trump, mantiene su intención de gravar las remesas internacionales, aunque ahora limita la medida a los envíos en efectivo y con un impuesto reducido al uno por ciento. La presión de la comunidad migrante, particularmente de aquellos con doble nacionalidad, efectivamente contribuyó a disminuir el impacto de la propuesta original que contemplaba un gravamen de hasta el 5%.
Sin embargo, es ingenuo asumir que esto representa un apoyo a los migrantes o que el problema ha quedado resuelto. El hecho mismo de que se avance una legislación que grava las remesas —por mínimas que sean— constituye un precedente peligroso: hoy se grava el efectivo, mañana podría extenderse a transferencias electrónicas. Este es solo un paso táctico en una estrategia de largo plazo para convertir la migración en un problema fiscal y no en un fenómeno social y económico legítimo.
La propuesta del gobierno mexicano de rembolsar a los migrantes el uno por ciento a través de la Tarjeta Paisano es sin duda un gesto relevante, pero limitado. Primero, porque según datos del Banco de México, apenas el uno por ciento de las remesas se envía en efectivo; segundo, porque este esquema no garantiza una cobertura universal ni exime a los migrantes de las trabas burocráticas que implicará el reembolso.
Además, el verdadero problema no es quién paga el impuesto, sino que este existe. El gobierno mexicano parece estar reaccionando solo al costo económico, pero no está confrontando la narrativa de fondo: la criminalización económica de los migrantes mexicanos por parte de Estados Unidos.
El discurso triunfalista que busca instalar la idea de que el ajuste es una victoria es, en el mejor de los casos, incompleto. La comunidad migrante logró contener el golpe, pero la amenaza sigue viva. El Senado de Estados Unidos no ha renunciado a la idea de utilizar las remesas como herramienta de presión política y económica. Hoy gravan el efectivo, mañana podrían ampliar el espectro.
Mientras tanto, no debe pasarse por alto que esta política forma parte de un paquete mayor promovido por Trump que incluye endurecimiento de medidas migratorias, despliegue militar en la frontera y criminalización sistemática de las personas en tránsito.
El gobierno mexicano debe ir más allá de un reembolso simbólico. Es urgente que adopte una postura firme y crítica frente al Congreso estadounidense, exigiendo respeto a los derechos económicos de los migrantes y denunciando ante organismos multilaterales las prácticas que buscan gravar las remesas como si fueran transacciones ilícitas.
La migración no es un delito. Las remesas no son dinero sucio. Cada intento de gravarlas es una violación indirecta a los derechos humanos de quienes, con su trabajo, sostienen no solo a sus familias, sino también a las economías de sus países de origen y destino. O ¿usted que cree?
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