
Por Daniel Lee Vargas
La administración Trump dio un nuevo paso en su ofensiva contra los migrantes: demandar a la ciudad de Los Ángeles por atreverse a protegerlos. En un movimiento que deja al descubierto la profunda fractura política y moral que atraviesa a Estados Unidos, la Casa Blanca ha formalizado su guerra contra las llamadas ciudades santuario, espacios que hoy representan uno de los últimos refugios para los migrantes en la era del endurecimiento migratorio.
El gobierno federal acusa a Los Ángeles de crear “un entorno anárquico e inseguro” por negarse a colaborar con los operativos migratorios. La demanda no solo criminaliza a las autoridades locales —como la alcaldesa Karen Bass y el presidente del concejo municipal, Marqueece Harris-Dawson—, sino que busca judicializar la resistencia humanitaria que estas ciudades han construido para salvaguardar los derechos básicos de miles de personas.
La ordenanza firmada por Bass en diciembre de 2024 es clara: los recursos de la ciudad no pueden ser utilizados para apoyar redadas o detenciones federales dentro de la jurisdicción local. En palabras simples: Los Ángeles no cederá sus escuelas, hospitales ni espacios públicos para ser extensiones de la migra.
Pero Trump ha decidido convertir la protección en delito.
Mientras la demanda avanza en los tribunales, en las calles la realidad es aún más cruda. Las redadas migratorias se han intensificado en todo el país desde el regreso de Trump a la Casa Blanca. Solo en Texas, más de 20 mil personas han sido detenidas; en Pennsylvania, los arrestos aumentaron un 249%; en Oregón, un alarmante 320%. El miedo se ha convertido en una sombra que acecha incluso en los espacios más cotidianos: ayer mismo, agentes del ICE realizaron detenciones en las propias cortes migratorias de Nueva York, atrapando a personas que acudían, de buena fe, a cumplir con sus audiencias.
El nivel de persecución ha llegado al punto de desactivar celebraciones. Varias ciudades del condado de Los Ángeles cancelaron o postergaron sus eventos del 4 de julio por temor a que se utilizaran como escenarios de redadas masivas. Cuando las fiestas patrias se suspenden por miedo a tu propio gobierno, algo está podrido en la estructura social.
En este contexto de cacería abierta, las comunidades migrantes están aprendiendo a protegerse. La aplicación ICEBlock es uno de los símbolos más claros de esta resistencia digital. La app permite reportar en tiempo real la presencia de agentes del ICE, generando alertas inmediatas en un radio de hasta 8 kilómetros para advertir a otras personas.
Lo que para las comunidades es una herramienta de autoprotección, para la Casa Blanca es casi un acto de sedición. La vocera Karoline Leavitt acusó a la aplicación de “fomentar la violencia” contra los agentes, una narrativa que pretende convertir a los perseguidos en agresores y a los cazadores en víctimas.
El enojo del gobierno revela lo que no puede controlar: las redes de solidaridad que, aún en la clandestinidad, siguen salvando vidas.
Como si las redadas y las demandas no fueran suficientes, Trump prepara otro golpe simbólico y brutal: la visita al recién inaugurado centro de detención en los pantanos de Florida, irónicamente apodado por la propia Casa Blanca como el Alcatraz de los Caimanes.
Con mil camas disponibles, este centro es presentado como una cárcel diseñada para criminales peligrosos, aunque sabemos que el perfil real de los detenidos son migrantes que cruzaron sin documentos en busca de una vida mejor. Rodeado de reptiles, el lugar es un grotesco intento por «disuadir» cualquier intento de escape, como si la geografía pudiera reemplazar a la justicia.
«Cuando tienes violadores y criminales atroces en un centro de detención rodeado de caimanes, es disuasorio», dijo Leavitt sin matices. El problema es que esas “bestias” que describen son padres, madres, jóvenes y niños que hoy son tratados como enemigos de Estado.
Lo que está ocurriendo en Estados Unidos no es una política migratoria: es una política de miedo. No busca regular, busca expulsar. No quiere ordenar, quiere desaparecer.
Pero las ciudades santuario, las aplicaciones de alerta, y las redes comunitarias son prueba de que la dignidad humana todavía tiene trincheras. La pregunta no es si el gobierno puede desmantelar estas resistencias; la pregunta es cuánto tiempo más podrá sostener una estrategia que erosiona los propios valores democráticos que dice defender.
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