Por Claudia Valdés Díaz
Hay silencios que no son ausencia, sino método. En Zacatecas, la violencia vicaria se practica así: en voz baja, en expedientes que se empolvan, en juzgados donde el llanto de una madre es apenas un ruido incómodo. Y mientras las instituciones bostezan, las infancias quedan en medio —presas, monedas, armas.
Ese es el paisaje que revela la iniciativa presentada por el diputado federal de Morena, Ulises Mejía Haro, y reforzada por el trabajo legislativo de la diputada local priista, Isadora Santiváñez: un territorio donde la ley existe, pero no opera; donde la violencia está tipificada, pero no castigada; donde los números duelen porque nombran aquello que el Estado no ha querido ver.
La escena ocurrió en la edición número 63 de La Legislativa. No fue un acto solemne ni una ceremonia para la foto. Fue un recuento de heridas. Ahí estuvo María Lourdes Delgadillo Dávila, del Movimiento Honesto y, sobre todo, estuvieron las mujeres que ya aprendieron que la justicia es un trámite sin prisa: las Madres Protectoras de Infancia. Alondra Gáes, Roxana Schneider y otras que han visto cómo sus hijos se vuelven rehenes en una guerra íntima y cobarde. Ellas no fueron a acompañar una iniciativa. Fueron a recordar que sus vidas son la evidencia del fracaso institucional.
Zacatecas fue pionero en 2022 al tipificar la violencia vicaria. El verbo fue perfecto; la acción, inexistente. Ni una sola sentencia en dos años. Entre tanto, el Banco Nacional de Datos sobre Violencia contra las Mujeres registra más de 99 mil casos en siete años. El 93.7% por violencia familiar. El 42% por violencia psicológica, la antesala del despojo emocional que define la violencia vicaria. Las cifras no mienten, pero tampoco salvan. Solo acusan.
La violencia vicaria funciona así: el agresor no golpea a la mujer, golpea donde más duele. Arrebata a las hijas, a los hijos, como si fueran propiedad; los manipula, los esconde, los usa. Para la ley mexicana, esta forma de tortura se vuelve un rompecabezas técnico que los juzgados locales suelen resolver con una lentitud que roza la indiferencia.
Las colectivas lo dijeron sin rodeos: los jueces familiares de primera instancia se niegan a capacitarse. Renuentes, insensibles, atrincherados en un poder que exige sensibilidad y perspectiva, pero que se ejerce como si la familia fuera un trámite más entre amparos y audiencias.
En ese contexto, la iniciativa de Mejía Haro no es una ocurrencia aislada. Es un intento —a veces solitario— de corregir un sistema que se prefiere ciego. Tres pilares sostienen la reforma: un sistema de alerta temprana para anticipar el daño antes de que ocurra; un registro estatal de agresores vicarios controlado por la Fiscalía para evitar que quienes ya ejercieron violencia vuelvan a obtener custodias; y la tipificación de la violencia vicaria como delito autónomo, incorporado al artículo 254 séptimus del Código Penal, para que la sanción sea directa y no dependa de otras figuras jurídicas.
Pero el poder político siempre encuentra la forma de contaminar lo urgente. Por eso el diputado lanzó un desafío al Congreso local: discutan, escuchen, dejen de lado la guerra de colores. Y dijo algo inusual en estos tiempos de ego hipertrofiado: está dispuesto a retirar su nombre de la iniciativa para evitar que el rencor partidista anule un esfuerzo que no le pertenece, sino a las víctimas.
No es un gesto menor. En un país donde la autoría pesa más que el contenido, renunciar al crédito propio es casi una declaración de fe pública.
Del otro lado del tablero legislativo, Isadora Santiváñez sostiene la misma línea con un rigor paralelo. En su primer informe, enumeró una agenda que no deja huecos: iniciativas contra la violencia vicaria, contra el abuso sexual infantil, contra las convivencias obligadas con progenitores violentos.
Propuso la Ley de Responsabilidad Parental, impulsó sanciones para la violencia económica, y llevó al pleno la urgencia de regular los ataques por inteligencia artificial como violencia política de género. Su trabajo es la pieza que falta para articular una respuesta real del Congreso. No son iniciativas dispersas: es un cerco legal para cerrar las puertas que hoy permiten la impunidad.
La coincidencia entre ambos legisladores no es un acuerdo político, sino una señal. La violencia vicaria no es un tema que admite tibiezas. No es ideológica. No es negociable. Es una fractura que crece mientras el Estado mira hacia otro lado.
Zacatecas necesita una reforma que deje de narrar el problema y empiece a impedirlo. Una ley que no sea metáfora, sino escudo. Porque cada día que pasa sin sentencia, sin alerta temprana, sin registro de agresores, es un día donde un niño pierde a su madre o una madre pierde a su hijo, y el Estado pierde su razón de ser.
La violencia vicaria es la guerra más silenciosa del país. Y como toda guerra, termina por devorar aquello que no se defiende.
Hoy, esa defensa empieza en el Congreso. O no empieza nunca.