
Por Daniel Lee

Hoy quisiera referirme a Robin Hoover, fundador de Fronteras Compasivas y uno de los humanitarios más constantes en la frontera.
Hoover no es un improvisado. Durante más de dos décadas ha colocado agua en el desierto de Arizona para evitar que hombres, mujeres y niños mueran de sed en su travesía hacia el norte.
Reconocido en México en 2006 con el Premio Nacional de Derechos Humanos, ha sido testigo de la metamorfosis de la política migratoria estadounidense: de la “amnistía” de 1986 a la demonización absoluta de cualquier intento de reforma. Hoy, bajo la sombra del movimiento MAGA, pronunciar la palabra se equipara a dinamitar la propia carrera política.
Quedó en mi mente una frase que me parece icónica: Hablar de migración en Estados Unidos hoy se ha vuelto un suicidio político.
Pero vayamos más allá. Para él y mucos de nosotros no es un simple diagnóstico pesimista: es la radiografía de un país donde defender a los migrantes se considera anatema y donde las promesas de deportar un millón de personas por año generan más votos que el respeto a la dignidad humana.
Lo que Hoover señala con crudeza es lo que los gobiernos —demócratas y republicanos por igual— se niegan a admitir: la frontera no se ha gestionado con humanidad, sino con más agentes, más muros y más militarización. La tragedia es repetida: los migrantes siguen llegando, pero lo hacen por rutas cada vez más letales, obligados por un sistema que transforma el desierto en un campo de muerte.
El pastor retirado insiste en una idea que incomoda a los partidos: ni los republicanos ni los demócratas salvarán a los migrantes.
El bipartidismo ha convertido el tema en rehén de intereses electorales, y cualquier concesión humanitaria se tacha de “debilidad”. Por eso Hoover habla de una “tercera opción”: la ciudadanía organizada, los vecindarios que no se resignan a ver cómo agentes de inmigración arrancan de golpe a sus vecinos, amigos o compañeros de trabajo. Ahí radica el verdadero poder de actuar: en los que acompañan, documentan, y resisten.
El drama migratorio no se mide en cifras presupuestales ni en discursos de campaña, sino en vidas. En las 14 personas que murieron de sed y que llevaron a Hoover a fundar Fronteras Compasivas. En las familias separadas bajo la promesa de “recuperar el orden”. En los niños que caminan bajo el sol abrasador con una única botella de agua, sabiendo que quizá no alcance.
La gran paradoja es que, mientras Estados Unidos se blinda con redadas y miles de millones de dólares en deportaciones, la historia demuestra que el flujo migratorio no desaparece: se transforma, se esconde, se endurece. Y tarde o temprano volverá a crecer, como advirtió Hoover en su reciente visita a México. La diferencia es que cada año cuesta más vidas.
Defender a los migrantes, hoy, es un riesgo político. Pero callar es un riesgo humano. Si la política se rinde al miedo, la sociedad civil no puede darse ese lujo. La pregunta no es si Estados Unidos volverá a tener otra amnistía —probablemente no—, sino si tendrá el valor de reconocer que los migrantes importan, que son parte esencial de su economía, de su cultura, de su presente y de su futuro.
Robin Hoover nos recuerda lo que muchos prefieren olvidar: el verdadero suicidio no es hablar de migración. El verdadero suicidio es negarla, deshumanizarla, volverla invisible hasta que el desierto se convierta en un cementerio sin cruces.
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