
Por Daniel Lee Vargas

En teoría, el nuevo modelo laboral mexicano -inspirado por los compromisos del T-MEC y las promesas de la Cuarta Transformación- exige a los sindicatos rendir cuentas a sus agremiados por lo menos cada seis meses.
Una obligación que busca romper con décadas de opacidad, cacicazgos y corrupción sindical. Pero en la práctica, esa “modernización” ha sido, en muchos casos, letra muerta o, peor aún, una trampa más del sistema para reciclar a los mismos rostros, los mismos vicios y los mismos pactos de impunidad.
Prueba de ello es lo ocurrido en uno de los sindicatos más emblemáticos y estratégicos del país: el Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana (STPRM). Tras más de tres décadas de control absoluto por parte de Carlos Romero Deschamps, quien tejió una red de poder, privilegios y represión bajo la protección de varios gobiernos -incluidos los de Fox, Calderón y Peña Nieto-, la esperanza de una renovación sindical legítima se avivó en 2022 con la elección de una nueva dirigencia.
Sin embargo, lo que debió ser un proceso libre y democrático terminó siendo una simulación cuidadosamente administrada desde la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS).
En ese proceso, el verdadero ganador fue Arturo Flores Contreras, representante del movimiento Petroleros Activos en Evolución (PAE), quien obtuvo una base real de apoyo entre las y los trabajadores de Pemex.

Pero el sistema no estaba listo para soltar el control.
La STPS -entonces dirigida por Luisa María Alcalde- validó la “victoria” de Ricardo Aldana, viejo operador del aparato romerista, ex tesorero del sindicato y figura profundamente vinculada a los escándalos del Pemexgate y la desviación de recursos a campañas del PRI.
La traición institucional fue doble. Primero, al negarle a la base trabajadora la posibilidad de elegir auténticamente a su representación. Y segundo, al usar un proceso «digital», supuestamente transparente, para encubrir una imposición desde las alturas, con mecanismos que nunca fueron auditados por organismos independientes. La democracia sindical se convirtió así en una pantalla para perpetuar lo de siempre.
Hoy, a pesar de la reforma, los sindicatos siguen siendo obligados por ley a entregar informes financieros y de gestión cada seis meses a sus miembros. ¿Pero cuántos lo hacen realmente? ¿Dónde están las auditorías públicas? ¿Dónde está la STPS fiscalizando a las dirigencias que se niegan a rendir cuentas? El caso del STPRM y otros sindicatos estratégicos revela un patrón: se ha invertido en «formas», en «plataformas», pero no en voluntad política ni en sanciones efectivas para combatir la corrupción y la simulación.
La impunidad de Romero Deschamps —quien jamás pisó una cárcel, se retiró con escoltas y pensión millonaria— es uno de los grandes fracasos del sexenio de López Obrador.
Hoy nadie se pregunta de los cómplices, familiares y testaferros que se allegaron de millones y millones con toda impunidad; simplemente la libraron, la Fiscalía General de la República a cargo de Alejandro Gertz Manero se hizo de la vista gorda a pesar de que existían al menos 6 denuncias penales que nunca progresaron, quiero pensar que nada se hizo.
Y la imposición de Aldana sobre Arturo Flores es la confirmación de que, cuando se trata del control de las estructuras laborales, el poder pacta por encima de la voluntad de las bases.
Hoy más que nunca se necesita que la clase trabajadora exija no solo transparencia formal, sino rendición de cuentas real y participativa. Que se hagan públicos los informes semestrales, que se verifiquen los padrones, que se auditen los fondos sindicales. Porque sin justicia sindical, no habrá justicia laboral. Y sin sindicatos libres, no habrá transformación que valga.
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