
Por Daniel Lee Vargas
En un país donde millones de migrantes mexicanos y latinoamericanos enfrentan niveles crónicos de estrés por inestabilidad laboral, discriminación sistémica y exclusión estructural, la respuesta del Estado norteamericano no ha sido aliviar la presión social, sino multiplicarla mediante medidas punitivas que rozan la crueldad. La reciente propuesta del secretario de Defensa de Estados Unidos, Pete Hex, de utilizar instalaciones militares como centros de detención para migrantes marca un nuevo y preocupante escalón en la militarización de la política migratoria estadounidense.
Las bases militares Camp Atterbury (Indiana) y Maguire Lakehurst (Nueva Jersey), que en su momento ofrecieron asilo temporal a refugiados afganos tras la retirada de 2021, podrían convertirse en prisiones improvisadas para migrantes que buscan refugio, trabajo o reunificación familiar. Lo que fue refugio en el pasado hoy se proyecta como castigo. Y es precisamente esta transformación la que debe escandalizar a la opinión pública internacional.
En lugar de atender los factores que detonan la angustia mental y la precariedad económica entre los más de 12 millones de mexicanos y 26.5 millones de mexicoamericanos que viven en Estados Unidos —como lo ha documentado la académica Maritza Caicedo, de la UNAM—, Washington opta por endurecer la frontera interior, criminalizar la movilidad humana y militarizar la exclusión.
Este fenómeno no es aislado. Forma parte de una lógica más amplia impulsada por el presidente Donald Trump y retomada por sus aliados: convertir al migrante en enemigo interno. La idea de que una base militar —cuyo propósito es la defensa nacional— se transforme en un centro de detención no solo viola el espíritu del derecho internacional humanitario, sino que convierte a las fuerzas armadas en operadoras de una política migratoria radical e inhumana.
Las consecuencias son doblemente perversas. Por un lado, los migrantes mexicanos siguen viviendo bajo una nube de estrés crónico: el 17% por debajo del umbral de pobreza, más del 80% sin acceso a pensiones, 36% sin seguro médico, y con salarios que apenas alcanzan el 59% del ingreso anual de los blancos no hispanos. Por otro lado, sus hijos —nacidos ya en EE.UU.— enfrentan un “estrés aculturativo” al ser tratados como ciudadanos de segunda clase, sin importar su ciudadanía formal.
Y mientras estos millones sostienen sectores enteros de la economía —desde la agricultura hasta el cuidado de personas mayores—, el gobierno les responde con redadas, detenciones masivas, criminalización, y ahora instalaciones militares. La advertencia de la gobernadora Kristi Noem durante una visita con Trump lo resume con cinismo brutal: “Auto depórtate o acabarás en el Alcatraz de los caimanes«.
La Florida Immigrant Coalition ha denunciado condiciones infrahumanas en ese mismo centro —el Alligator Alcatraz— donde más de mil hombres son encerrados sin condiciones mínimas de salubridad, con impactos documentados en la salud física, mental y el medioambiente. Estas no son acciones que se puedan justificar con un discurso de “seguridad nacional”; son estrategias de disuasión basadas en el miedo y la degradación humana.
La declaración de los congresistas demócratas de Nueva Jersey lo dice sin ambigüedades: “Utilizar al ejército para fines migratorios es un uso inadecuado de la defensa nacional y una vergüenza institucional”. No se trata solo de una mala decisión administrativa. Se trata de una señal inequívoca de hacia dónde se dirige el modelo estadounidense de gestión migratoria: de la negligencia estructural al castigo militarizado.
Lo que está en juego no es solamente el bienestar de millones de migrantes. Es el modelo de democracia que Estados Unidos pretende representar. Una nación que utiliza sus cuarteles como cárceles migratorias y niega el acceso a salud y pensiones a quienes sostienen su economía está traicionando los principios que dice defender.
Los gobiernos latinoamericanos —y particularmente el mexicano— no pueden seguir ignorando esta deriva. La defensa de nuestros connacionales no puede limitarse a discursos de ocasión ni a consulados inoperantes. La militarización de la política migratoria de Estados Unidos debe ser denunciada en foros internacionales, desafiada por redes de solidaridad transnacional y respondida con firmeza diplomática.
Porque el problema no es la migración. El verdadero problema es un sistema que, ante el sufrimiento humano, elige el encierro antes que la inclusión, el castigo antes que la compasión.
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