
Por Daniel Lee Vargas
Estados Unidos no enfrenta una invasión. Enfrenta una ceguera moral. Una que se alimenta del odio viral, de los algoritmos que premian la furia, y de una administración que convirtió el miedo al otro en doctrina de Estado.
Desde la reelección de Donald Trump en enero de 2025, las redadas, deportaciones exprés y centros de detención masiva han dejado de ser excepciones para convertirse en política pública. Bajo la bandera de “proteger a Estados Unidos”, la Casa Blanca ha desatado una guerra contra los migrantes que no sólo destruye familias, sino que también erosiona los cimientos democráticos del país: el pluralismo, la verdad, la dignidad humana.
No es casualidad que el odio se haya vuelto viral. En plataformas como X, Facebook o TikTok, una red bien orquestada de influencers trumpistas alimenta el miedo con memes, hashtags y desinformación. Hablan de «invasión», pero omiten que muchos de esos migrantes han sostenido los campos agrícolas, han construido ciudades enteras, han limpiado oficinas y conducido camiones durante la pandemia y después. Son invisibilizados como trabajadores, pero señalados como chivos expiatorios cada cuatro años.

La investigadora Sandra Flores Guevara advierte: estamos ante un fenómeno comunicacional que ya no solo se mueve en los márgenes de la ultraderecha, sino que contamina el debate público, promueve linchamientos digitales y construye narrativas tóxicas. Las redes, dominadas por algoritmos que premian el escándalo, han dejado de ser simples canales de expresión para convertirse en multiplicadores de violencia simbólica.
Pero el costo no se queda en la esfera virtual. La deportación masiva de inmigrantes ya tiene efectos reales y concretos: escasez de mano de obra en sectores clave, parálisis en cadenas productivas, disrupciones logísticas, descontento empresarial. Estados Unidos, en nombre de una supuesta “pureza nacional”, está saboteando su propio aparato económico. Porque la economía no se nutre de muros, sino de manos trabajadoras. Y esas manos, hoy, están siendo expulsadas.
¿Quién gana con este escenario? Ganan los demagogos que viven del resentimiento. Ganan los algoritmos que monetizan el odio. Ganan los discursos vacíos que convierten a los migrantes en enemigos públicos.
¿Y quién pierde? Pierde la democracia. Pierde la verdad. Pierden los derechos humanos. Perdemos todos.
Frente a esta escalada, no basta con denunciar. Urge construir una contra-narrativa basada en datos, en dignidad, en empatía. Urge que medios, universidades, sindicatos, iglesias y ciudadanía comprometida no solo informen, sino también formen: pensamiento crítico ante el bulo, valentía ante el silencio, y humanidad frente al discurso de odio.
El problema no son los migrantes. El verdadero problema es una sociedad que, en su miedo al otro, está dispuesta a traicionar sus propios principios.
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