
La insurrección cívica contra el ICE en la periferia de Los Ángeles
Por Daniel Lee Vargas
En el sur de California, donde las autopistas cortan barrios latinos y las tiendas abren sus puertas al alba para recibir trabajadores migrantes, se está gestando una forma moderna de insurrección civil. A kilómetros del brillo hollywoodense, en ciudades periféricas como Pico Rivera, Pomona o Inglewood, el rostro del Estados Unidos de Donald Trump muestra su expresión más cruda: la persecución implacable del migrante y la emergencia de una resistencia ciudadana sin líderes visibles, pero con un objetivo claro: impedir que la maquinaria del ICE duerma tranquila.
Las protestas masivas que inundaron el centro de Los Ángeles no han terminado; simplemente se han desplazado a escenarios menos mediáticos y más cotidianos: estacionamientos, ferreterías, supermercados, hoteles y plazas públicas. Allí, donde el ICE se siente más cómodo actuando, comunidades enteras han decidido plantar cara. Ya no se trata solo de indignación: hablamos de organización, monitoreo, defensa territorial y desobediencia civil.
El caso de Adrian Martínez, joven estadounidense detenido por intentar frenar un arresto injusto, encapsula el momento: un ciudadano defendiendo a un trabajador latino contra un aparato federal que responde con armas largas, camionetas sin distintivos y detenciones arbitrarias. La escena viral no solo evidenció el exceso de fuerza de la Patrulla Fronteriza, sino también el sentimiento compartido por miles de personas: lo que está en juego no es solo la situación de los migrantes, sino la integridad democrática del país.
La acusación del fiscal federal contra Martínez —nombrado por Trump— revela una estrategia bien conocida en contextos autoritarios: convertir en “enemigos del Estado” a quienes denuncian abusos del poder. A falta de pruebas, sobran discursos inflamados desde Washington que califican a los activistas como “amenazas”, mientras los verdaderos abusos —como arrestos sin orden judicial y uso excesivo de la fuerza— quedan fuera del escrutinio institucional.
Pero la resistencia se organiza. Grupos como Unión del Barrio y movimientos como No Sleep for ICE encarnan una forma de insurgencia comunitaria de nuevo cuño. Utilizan redes sociales no solo para denunciar, sino para coordinar acciones, alertar sobre operativos, organizar cacerolazos frente a hoteles donde duerme el ICE, y documentar en tiempo real las detenciones y el perfilamiento racial.
Esta estrategia, eminentemente local, pero con resonancia nacional, devuelve el poder de vigilancia al pueblo. Frente al ojo omnipresente del Estado, comunidades latinas han desarrollado su propia contra-vigilancia: teléfonos celulares como defensa, redes como escudo, cacerolas como protesta.
La respuesta oficial ha sido previsible: criminalización. Desde declaraciones incendiarias de altos funcionarios hasta intentos por vincular a los organizadores con redes “terroristas”, la administración Trump ha optado por endurecer el discurso en lugar de responder a una pregunta clave: ¿por qué cientos de ciudadanos, muchos de ellos estadounidenses, están dispuestos a arriesgarse por defender a migrantes que el sistema legal trata como desechables?
La paradoja no puede ser más elocuente: en nombre de la “ley y el orden”, se violan derechos, se militarizan barrios y se divide a familias. La represión, lejos de disuadir, fortalece la causa de quienes saben que el rostro que hoy encañona a un migrante sin antecedentes mañana puede apuntar contra cualquiera que no encaje en la idea estrecha de quién merece estar en este país.
En esa batalla por la dignidad, la desobediencia civil es un acto legítimo. Si algo enseñan los videos de Home Depot, las protestas en hoteles de Pomona o los gritos de “¡ciudadano americano!” ante un arresto arbitrario, es que Estados Unidos está en disputa. Y en esa disputa, la defensa del migrante se ha convertido en una defensa de todos.
El lema “If we can’t sleep, nor should they” —si nosotros no podemos dormir, ellos tampoco deberían— no es solo una consigna ingeniosa: es un grito de resistencia frente al insomnio de una nación que ha olvidado su promesa fundacional. En las calles de Los Ángeles, hoy más que nunca, se está escribiendo un capítulo decisivo sobre el derecho a existir, a habitar y a resistir.
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