mayo 28, 2025

El alto precio de ser jornalero mexicano en EU

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Por Daniel Lee Vargas

En la tierra donde se presume que “nadie está por encima del trabajo”, la dignidad del jornalero migrante parece no ser la excepción.
Con el reciente aumento en las tarifas migratorias del Formulario I-129 —que ahora exige $1,090 por cada trabajador agrícola temporal H-2A— el sistema migratorio estadounidense reafirma una verdad incómoda: la política migratoria no solo es un asunto de seguridad o economía, sino un espejo crudo de prioridades deshumanizantes.
Los trabajadores agrícolas mexicanos, columna vertebral de la producción alimentaria en Estados Unidos, están pagando, una vez más, el costo de una política migratoria que los considera reemplazables, prescindibles y lucrativos al mismo tiempo. Con este incremento tarifario, el mensaje es claro: producir los alimentos que llenan las mesas estadounidenses tiene un precio… pero no una garantía de derechos.
El aumento no solo golpea los bolsillos de los empleadores —muchos de ellos pequeños productores—, sino que precariza aún más la situación de los trabajadores migrantes, quienes quedan atrapados en un triángulo perverso: menos contrataciones, más competencia, y mayor riesgo de explotación. La sobreoferta de mano de obra mexicana, sumada a la desesperación que impone la desigualdad estructural, ha sido usada como excusa para imponer salarios miserables, jornadas extenuantes y condiciones indignas. Se les exige la siembra de prosperidad bajo un cielo de abusos.

Además, esta situación, por qué no decirlo, compromete la seguridad alimentaria de una nación. La agricultura estadounidense depende, de forma estructural, de la mano de obra migrante. Reducir su presencia por motivos presupuestarios es una decisión miope y autodestructiva. En lugar de reconocer su valor estratégico, se les estrangula con burocracia costosa y legislación ambigua. En este tablero, los trabajadores no son piezas: son los cimientos. Sin ellos, el sistema se tambalea.
Si bien el Departamento de Seguridad Nacional ha promovido ajustes para proteger a los trabajadores —como la prohibición de tarifas de reclutamiento o la defensa contra represalias—, estas medidas son, en muchos casos, insuficientes o simbólicas. La realidad en los campos rara vez coincide con el lenguaje de los boletines de prensa. Las denuncias continúan siendo ignoradas, los abusos persisten, y las inspecciones son esporádicas o ineficientes.
Mientras se anuncian aumentos temporales en las visas H-2B para sectores no agrícolas, incluidos 20 mil puestos reservados para países del hemisferio sur, se amplía una paradoja inquietante: se necesitan más trabajadores migrantes, pero se les penaliza cada vez más por querer trabajar. Esta estrategia disociada entre demanda y trato digno es insostenible, e inmoral.
El verdadero rostro de una política migratoria no se mide en cifras ni en muros, sino en las manos que cultivan y en las condiciones que enfrentan. Si Estados Unidos desea seguir alimentando a su población y exportando al mundo, debe empezar por reconocer que la soberanía alimentaria también se construye con justicia migratoria. No se puede seguir sembrando injusticia y esperar cosechar prosperidad.
Porque los campos también tienen memoria. Y no olvidan quién los hizo florecer, ni quién los dejó marchitar…. o tu, estimado lector, coincides en ello? Hasta la próxima…

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