Volver a casa

Por Daniel Lee

Hay viajes que no se miden en kilómetros, sino en años. El regreso de nuestros paisanos a México en estas fiestas decembrinas no es solo un trayecto de norte a sur; es el cierre momentáneo de una herida abierta por la distancia, el idioma ajeno y los inviernos sin abrazo. Cada diciembre, las carreteras del país se llenan de historias que vuelven a casa con maletas cargadas de regalos, pero sobre todo con ausencias acumuladas.
La añoranza es un sentimiento persistente, silencioso, que acompaña a quien migró incluso en los días de trabajo más duros o en las noches más largas. Es el recuerdo del olor a café por la mañana, del ruido del mercado, de la voz de la madre al otro lado del teléfono. Por eso, cuando el avión aterriza o el automóvil cruza la frontera, no llega solo una persona: llegan los años perdidos, los cumpleaños a distancia, las navidades celebradas frente a una pantalla.

El reencuentro ocurre casi siempre sin palabras. Un abrazo largo, torpe, que intenta recuperar el tiempo; unas manos que confirman que el otro sigue ahí; lágrimas que no distinguen edades. En esos instantes, la migración deja de ser estadística y se convierte en carne y memoria. Padres que ven a sus hijos más altos, abuelos que abrazan a nietos que apenas conocen, parejas que se reconocen de nuevo en la cotidianidad.
Diciembre tiene esa rara virtud: suspende por un momento la dureza de la vida migrante. El hogar vuelve a ser refugio, aunque sea por unos días. Nuestro paisano regresa con la conciencia de que el adiós es inevitable, pero también con la certeza de que el lazo no se ha roto. Volver es recordar por qué se fue, pero también por qué se resiste a olvidar.
En cada regreso hay una promesa silenciosa: la de seguir luchando, la de no soltar las raíces, la de volver a casa una y otra vez, mientras el corazón siga dividido entre dos países. Porque para quienes migraron, diciembre no es solo una fecha en el calendario: es el reencuentro con lo que nunca dejó de doler ni de amar.