Por Daniel Lee

El gobierno de Donald Trump ha decidido convertir la temporada navideña —tradicionalmente asociada al reencuentro familiar y a la movilidad transfronteriza— en un nuevo laboratorio de control migratorio.
De acuerdo con un memorando interno del Departamento de Seguridad Nacional (DHS) citado por The Huffington Post, el Gobierno de Estados Unidos estaría desplegando agentes migratorios en la frontera sur durante las fiestas de Navidad y Año Nuevo para detener a personas sin estatus legal que intenten regresar de manera voluntaria a México.
El despliegue de agentes del ICE y de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP) es una clara señal política clara de hasta dónde está dispuesto a llegar el aparato de seguridad estadounidense para “disciplinar” la movilidad humana.
Bajo el argumento de “saber quién entra y quién sale”, el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) planea inspecciones incluso en autobuses comerciales, diferenciando entre personas con y sin antecedentes criminales. La distinción, presentada como técnica, oculta una realidad más cruda: se criminaliza el acto mismo de moverse.
En lugar de facilitar salidas seguras, ordenadas y humanas —especialmente en fechas sensibles—, el Estado opta por la lógica de la cacería, empujando a miles a elegir entre el riesgo de la detención o la renuncia forzada a su proyecto migratorio.
Este operativo se inserta en una estrategia más amplia que la administración Trump ha bautizado como “auto-deportación”. El nombre es engañoso. Ofrecer mil dólares a través de la aplicación CBP Home a cambio de abandonar el país, mientras se amenaza explícitamente con que “ICE te encontrará, no es cuestión de si, sino de cuándo”, no es una política de retorno voluntario: es coacción. Es la institucionalización del miedo como herramienta de gestión migratoria.
Los datos revelan, además, el fracaso práctico de esta narrativa. Pese a la propaganda, solo unas 35 mil personas han utilizado la aplicación, una cifra marginal frente a la magnitud de la población indocumentada. Y aunque Trump prometió “la mayor campaña de deportaciones de la historia”, los números cuentan otra historia: en su primer año ha deportado a 600 mil personas, menos que las 685 mil registradas en el último año fiscal bajo Joe Biden. El endurecimiento discursivo no se traduce necesariamente en mayor eficacia, pero sí en mayor daño social.
Desde una perspectiva internacionalista, lo más preocupante es la normalización de prácticas que erosionan principios básicos del derecho internacional de los derechos humanos: la no criminalización de la migración, el derecho a la unidad familiar y la prohibición de medidas arbitrarias de detención. Convertir la frontera en una ratonera durante las fiestas no solo afecta a migrantes mexicanos o centroamericanos; envía un mensaje global de que la movilidad es sospechosa y la dignidad, negociable.
La paradoja es evidente: Estados Unidos depende estructuralmente de la fuerza laboral migrante, pero insiste en gobernarla mediante el castigo y la humillación. En vez de reconocer la migración como un fenómeno social y económico transnacional, opta por un enfoque punitivo que exacerba la irregularidad y fortalece a las redes de tráfico y abuso.
Navidad y Año Nuevo deberían ser momentos de tregua, no de redadas encubiertas. La política migratoria estadounidense, atrapada entre la retórica de seguridad y la realidad de su dependencia migrante, vuelve a demostrar que cuando el Estado renuncia a la humanidad, no gana control: pierde legitimidad. Y en ese saldo, quienes pagan el costo más alto son siempre los mismos.
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