Por: Julio de Jesús Ramos García

Apreciables lectores, hoy en día en México, las redes sociales dejaron de ser simples plataformas de entretenimiento para convertirse en un actor de peso en la vida pública. Hoy moldean percepciones, emociones, decisiones de consumo e incluso rutas económicas. Su influencia es tan profunda que su impacto ya no puede medirse solo en “likes” o tendencias, sino en indicadores de salud mental y en billones de pesos que se mueven cada año.
El uso intensivo de redes sociales ha reconfigurado la manera en que los mexicanos conviven y se relacionan consigo mismos. Según encuestas recientes, México es uno de los países con mayor tiempo de uso diario en plataformas como TikTok, Instagram y Facebook.
El fenómeno no es trivial: la exposición constante a filtros, vidas “perfectas” y algoritmos que premian la comparación social están generando ansiedad, disminución de autoestima, insomnio y dependencia digital.
En adolescentes, el problema es más crítico. La búsqueda permanente de validación digital y el miedo a no pertenecer están detonando síntomas depresivos que antes se veían con menor frecuencia o intensidad. El hecho de que hoy un conflicto escolar pueda viralizarse en minutos añade un factor de estrés permanente que las generaciones anteriores no enfrentaban.
La salud mental se ha vuelto un terreno vulnerable, donde la presión no viene de un entorno físico, sino de un flujo interminable de información que nunca se detiene. El “siempre conectado” se transformó en “siempre comparándome”, y esa dinámica ya tiene costos sociales crecientes.
Pocas veces se habla del impacto económico que tiene la hiperconectividad emocional. La productividad cae cuando los trabajadores dedican parte de su jornada a navegar en redes. La OCDE estima que México ya tiene uno de los niveles más bajos de productividad entre sus miembros, y el uso excesivo de redes contribuye a esta brecha.
Por otro lado hay otro costo menos visibles el sanitario. La ansiedad, el estrés y la depresión derivados del consumo digital requieren atención médica, terapias y medicamentos. Cada vez más empresas en México están invirtiendo en programas de bienestar emocional porque saben que el ausentismo, el agotamiento y la rotación laboral están vinculados a la saturación tecnológica. La salud mental dejó de ser un tema “privado” para convertirse en un componente económico estratégico.
Al mismo tiempo, las redes sociales sí impulsan sectores completos: publicidad digital, creadores de contenido, e-commerce y microempresas que encontraron en Instagram o TikTok su única vitrina comercial. La economía digital es hoy una fuente de ingresos para millones de mexicanos, especialmente jóvenes. Pero es también un terreno desigual: mientras las grandes plataformas concentran la mayor parte del dinero, los creadores viven en la volatilidad del algoritmo, donde un cambio en las reglas basta para desaparecer ingresos de un día a otro.
Las redes sociales han democratizado la publicidad: un negocio en Oaxaca o Tijuana puede llegar a miles de usuarios sin el costo de una campaña tradicional. Sin embargo, esta “democratización” tiene un precio: la dependencia absoluta de plataformas privadas que operan bajo criterios comerciales poco transparentes.
Para el país, esto implica un dilema: la economía digital crece, pero lo hace sobre estructuras que México no regula plenamente y que tienen impactos directos en la salud de los usuarios. La ausencia de una política pública integral deja a la población a merced de prácticas que promueven la adicción digital y a emprendedores sujetos a reglas cambiantes.
México enfrenta una disyuntiva clara: aprovechar el potencial económico de las redes sociales sin desatender sus costos en salud mental. No se trata de demonizar la tecnología, sino de construir mecanismos que aseguren un uso responsable y un entorno digital sano; se requieren campañas educativas, regulación transparente de algoritmos, incentivos a empresas que promuevan bienestar digital y una agenda nacional de salud mental que entienda que el estrés hoy no solo nace en el trabajo o en la calle, sino también en la pantalla.
El futuro será digital, pero también debe ser humano. En México, las redes sociales seguirán creciendo; la pregunta es si crecerán también nuestra capacidad para que su impacto sea más positivo que destructivo.