diciembre 02, 2025

La inevitable tensión entre poder y prensa

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Por José Manuel Rueda Smithers

En prácticamente todas las democracias contemporáneas -y en los regímenes que sólo lo simulan- es evidente una tensión profunda entre los gobiernos y los medios tradicionales. No importa la bandera partidista ni la coyuntura: el roce constante entre poder político y empresas informativas ya es la norma. Y no se trata sólo de diferencias ideológicas o editoriales; detrás de esa fricción hay un modelo económico que lleva décadas crujiendo sin que nadie se atreva a admitirlo del todo.

Por un lado, los medios son empresas. Viven de la publicidad y cada año dependen menos de las suscripciones o ventas directas. En América Latina, por ejemplo, más del 40% de los ingresos de los periódicos provino de publicidad gubernamental entre 2005 y 2020, según estudios de la Red de Periodismo de las Américas. En países como México o Argentina, esa proporción fue incluso mayor en momentos de crisis económica. Esto no sólo distorsiona el mercado; condiciona, de manera silenciosa pero poderosa, el contenido. El incentivo es claro: publicar lo suficiente para atraer la inversión gubernamental, pero no tanto como para perderla.

Al mismo tiempo, los gobiernos -desde alcaldías hasta presidencias- entendieron muy pronto que los medios podían convertirse en un multiplicador de prestigio. Y lo aprovecharon. Durante años, la ecuación fue simple: se paga por difundir los programas “positivos”, se paga por minimizar los errores, y se paga para moldear la agenda pública. La publicidad oficial se volvió una herramienta discrecional que casi ningún país reguló a tiempo. Cuando se regularizó, en general se hizo a medias.

Pero la otra cara del fenómeno es menos cómoda de reconocer: muchos medios también aprendieron a presionar. Titular en grande las fallas, exagerar un tropiezo, mantener viva una crisis más allá de su relevancia, todo con el fin de ganar visibilidad y recordar al gobierno de turno que ahí está un actor capaz de influir en la narrativa pública.

En ese intercambio, los funcionarios encontraron un filón aún más rentable: usar a los medios para su propio beneficio personal. Todos con acceso a recursos públicos que podían colocarse estratégicamente para fortalecer aspiraciones políticas o negocios paralelos. En algunos países europeos y asiáticos los mecanismos de transparencia frenaron estos abusos; en otros, simplemente se normalizaron. En América Latina persiste una inercia que ya parece estructural, casi cultural, y que es difícil de revertir porque muchos actores están cómodos en ella.

¿El resultado? La opinión pública queda atrapada en un laberinto de intereses cruzados. La ciudadanía recibe información filtrada por conveniencias económicas; los medios defienden su supervivencia; los gobiernos defienden su popularidad; y entre todos, la credibilidad se erosiona. Hoy, el 72% de los ciudadanos en América Latina afirma desconfiar de los medios tradicionales, y el 68% desconfía de los gobiernos, según Latinobarómetro. Nadie cree en nadie, pero todos siguen jugando el mismo juego.

Pero si algo ha demostrado la historia es que ningún sistema basado en complicidades implícitas se sostiene para siempre. ¿Existe salida?

Una propuesta mínima -pero realista- sería blindar la publicidad oficial con reglas duras, verificables y públicas: criterios estrictos de audiencia, tabuladores obligatorios, límites a la concentración de pauta, reportes trimestrales de gasto y auditorías ciudadanas. No es una solución mágica, pero sí un primer corte al círculo vicioso. A ello habría que sumar incentivos fiscales para medios que diversifiquen ingresos y mecanismos que obliguen a separar comunicación social de propaganda política.

Pero cualquier intento de ordenar la publicidad oficial debe reconocer otra realidad: existen medios pequeños y regionales que cumplen una función insustituible, pero que carecen de la infraestructura administrativa para competir en igualdad de condiciones. No tienen departamentos fiscales, no siempre acceden a sistemas contables sofisticados, y muchas veces el dueño es también reportero, fotógrafo y repartidor. Imponerles los mismos requisitos que a un consorcio nacional sería condenarlos a desaparecer. Por eso, se deben prever mecanismos diferenciados, como ventanillas simplificadas, tabuladores proporcionales, capacitación gratuita en cumplimiento fiscal y fondos de apoyo transparentes para medios comunitarios. No se trata de darles atención preferencial, sino de evitar que la solución termine asfixiando a quienes sostienen la información local en lugares donde nadie más quiere estar.

Porque la libertad de expresión no sólo se defiende desmontando las economías paralelas que distorsionan la información, sino también garantizando que los medios pequeños sigan respirando en un ecosistema que tiende a aplastarlos.

Sin ellos, la verdad queda todavía más sola.

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