octubre 14, 2025

Vender flores también es resistir

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Por Daniel Lee

En California, vender flores, tacos o tamales en una acera se ha convertido en un acto político.
Lo que debería ser un gesto cotidiano de sobrevivencia -trabajar, ofrecer un servicio, ganarse la vida- hoy requiere la protección de una ley para mantener a raya a los agentes migratorios federales. La nueva norma firmada por el gobernador Gavin Newsom no sólo blinda los datos personales de los vendedores ambulantes; representa, en el fondo, un muro ético levantado contra otro muro: el del miedo, la persecución y la xenofobia institucional.
La medida californiana es parte de una tendencia más amplia: una guerra silenciosa entre estados, donde la frontera ya no se traza sólo entre México y Estados Unidos, sino dentro del propio territorio estadounidense.
Mientras California, Maryland o Colorado legislan para crear espacios seguros y preservar la dignidad humana, Texas, Florida o Arkansas fortalecen los tentáculos del ICE y convierten a las cárceles locales en extensiones del sistema federal de deportación. El país se fragmenta en dos proyectos de nación: uno que asume la inclusión como política de Estado, y otro que convierte la exclusión en política de identidad.

Lo más alarmante es que estas leyes opuestas no sólo reflejan ideologías distintas: revelan un país que se desgarra en torno a la definición de ciudadanía y humanidad. Bajo la lógica del miedo, algunos estados criminalizan el acceso a servicios básicos, como la salud o la educación, si el beneficiario carece de papeles. Bajo la lógica de la justicia, otros estados intentan garantizar que un niño pueda asistir a la escuela o que un enfermo reciba atención médica sin ser delatado. No se trata de “premiar la ilegalidad”, como repiten los discursos conservadores; se trata de impedir que el Estado se vuelva verdugo de su propio pueblo.
Detrás de cada medida hay vidas concretas: madres que venden comida en los mercados, jóvenes que estudian mientras esperan un permiso de trabajo, obreros que construyen las ciudades que luego los expulsan. La legislación californiana reconoce esa verdad elemental: la seguridad también es un derecho humano. No la seguridad entendida como control o vigilancia, sino como la certeza de no ser cazado por ganarse el pan. En cambio, las políticas punitivas que promueven algunos estados republicanos reeditan un viejo guion: el de un país que se alimenta del trabajo migrante pero lo persigue cuando exige derechos.
En este contexto, la figura del vendedor ambulante de California se transforma en símbolo. No es sólo un trabajador informal, sino un testimonio de resistencia frente a un sistema que lo necesita, pero lo niega. La ley que protege su identidad es, en última instancia, un manifiesto político contra la deshumanización.

Porque en el Estados Unidos contemporáneo, defender el anonimato de un vendedor es defender la esencia misma de la libertad.
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