

14 mil reproducciones.
660 mil reacciones
100 mil respuestas directas.
¿Qué más atenciones pedir a la vida moderna?
Éxito garantizado y punto…
¿Amigos? ¿Para qué?
Texto y vida inventados
Al principio, nadie sabía de él. Esteban Vértiz trabajaba en una pequeña agencia de comunicación que apenas sobrevivía. Un día decidió abrir una cuenta en redes para “mostrar su talento”. Subió una foto de su café matutino y consiguió tres “me gusta”. Se emocionó tanto que al día siguiente subió diez fotos más. Al mes, ya tenía cientos de seguidores; al año, miles. Publicaba todo: su desayuno, sus ideas, sus enojos, los libros que no leía y los paisajes que encontraba en Google.
Pronto descubrió que cada publicación tenía una vida corta. Lo que hoy despertaba furor, mañana no interesaba a nadie. Así que comenzó a publicar cada hora, convencido de que la única manera de existir era no desaparecer del todo. Los amigos dejaron de hablarle, pero él los reemplazó por la promesa de su propia fama. Se convirtió en un generador de contenido.
El algoritmo, dicen, lo amaba. Sus números crecían sin cesar. A cambio, Esteban empezó a desvanecerse de la vida real un poco: ya no dormía, ya no leía, ya no salía sin grabar. Todo era “material de redes”. Cada minuto debía ser útil para alimentar a un público invisible que lo seguía desde pantallas anónimas. En los días de suerte, sus videos llegaban a cien mil vistas, pero a las seis horas ya nadie los recordaba. Entonces publicaba otro, y otro más, compitiendo consigo mismo.
Un político local lo contrató para que administrara su imagen en redes. “Hazme visible”, le pidió. Esteban lo logró: el funcionario aparecía en todas partes, bailando, cocinando, imitando retos. Subieron sus métricas, aunque no su popularidad. La gente lo veía, pero no lo respetaba. Al político le bastaba con el número; al fin y al cabo, eso le garantizaba más presupuesto para su equipo digital.
Con el tiempo, Esteban dejó de distinguir si trabajaba para los demás o para el algoritmo. Las más de las veces publicaba sin saber qué decía. Otras, repetía ideas solo para llenar los espacios. Su cuenta alcanzó un millón de seguidores el mismo día que olvidó la contraseña. Intentó recuperarla, pero no lo logró. Pasaron unas horas y nadie notó su ausencia. En el ruido mediático constante, su silencio se confundió con el resto.
Alguien dijo después que abrió una nueva cuenta, aunque nunca volvió a tener el mismo éxito. Algunos lo recuerdan como el primer “influencer” que desapareció de tanto publicar. Otros lo mencionan en conferencias sobre comunicación, como ejemplo de la era en que la visibilidad sustituyó al valor, y las métricas al criterio.
Nadie sabe si él mismo llegó a comprenderlo. Tal vez lo entendió demasiado tarde, cuando descubrió que la atención se parece al fuego: calienta rápido, pero se apaga igual de pronto. Lo que queda, si acaso, es un poco de ceniza digital en la memoria de quienes aún creen que comunicar no es lo mismo que aparecer.
Benditas redes, dijo un mesías alguna vez, y hora se lo acaban. Dicen que vive escondido…
Y como decía Wilbur Schramm, uno de los padres de la Comunicación: Vivimos en una sociedad saturadamente informada pero pésimamente comunicada.