
Por Daniel Lee

Crear sindicatos con enfoque de género no es un gesto simbólico; es una obligación democrática y una reparación pendiente.
En México, donde apenas una fracción de las organizaciones sindicales está dirigida por mujeres, la propuesta de articular estructuras sindicales que pongan la perspectiva de género en el centro deja de ser una “idea buena” para convertirse en una política pública imprescindible.
La carencia de representación femenina en los espacios de decisión determina qué se negocia, cómo se negocia y qué problemas quedan fuera de la mesa.
La propuesta que hoy circula —desde iniciativas legislativas hasta proposiciones de diputadas y diputados— parte de una constatación concreta: las mujeres enfrentan mayor informalidad, menores salarios, cargas de cuidados no reconocidas y mayor exposición a violencia y acoso en el trabajo.
Por eso, un sindicato con enfoque de género no debe entenderse como “un sindicato para mujeres” sino como una transformación estructural que obliga a reformar estatutos, prácticas internas, negociación colectiva y mecanismos de vigilancia para que la igualdad deje de ser letra muerta. Las propuestas públicas registradas en las últimas semanas muestran que la idea está ganando tracción en el debate legislativo y en el ecosistema de organizaciones civiles y gubernamentales.
¿Qué significa, en términos concretos, que un sindicato tenga perspectiva de género? Significa, primero, paridad efectiva en cargos de dirección y en las comisiones de negociación; significa protocolos obligatorios y sancionables contra el acoso y la violencia laboral; significa cláusulas de corresponsabilidad de cuidados dentro de los contratos colectivos —guarderías, permisos de paternidad/maternidad, jornadas flexibles—
Significa incorporar la negociación sobre brecha salarial y la remoción de prácticas que reproducen segregación ocupacional. No es un catálogo ornamental: son medidas que modifican la distribución del poder y del salario en el terreno real del empleo. Las guías y políticas técnicas internacionales y multilaterales que ya circulan ofrecen instrumentos prácticos para esa transformación.
Aun cuando la idea sea poderosa, existen riesgos reales que debemos identificar para no reproducir nuevas formas de exclusión. Primero: la ghettoización —que las mujeres sean empujadas a “espacios propios” y, así, se normalice su exclusión de la dirección de los grandes sindicatos mixtos—.
Segundo: la tokenización, donde la presencia femenina se limita a puestos simbólicos sin transferir poder real.
Tercero: el riesgo de que el Estado convierta estas iniciativas en un “sello” burocrático sin financiamiento ni capacidades de cumplimiento, lo que vaciaría su efecto transformador. La ley y las buenas intenciones no bastan; se necesitan recursos, capacitación, inspectorías efectivas y mecanismos sancionadores. En México ya hay avances y compromisos institucionales, pero la brecha entre norma y práctica persiste.
Por eso, cualquier impulso serio hacia sindicatos con enfoque de género debe incluir salvaguardas:
Cuotas y calendarios claros para alcanzar paridad en órganos de decisión;; presupuesto público y privado para formación y mentoría de liderazgos femeninos; cláusulas modelo de negociación colectiva con perspectiva de género (cuidados, prevención del acoso, corresponsabilidad).
Así también estimado lector una inspectoría laboral con protocolos sensibles al género y rutas seguras para denuncias; mecanismos que prioricen la inclusión de trabajadoras de sectores informales y de plataformas, para que la agenda no quede limitada a un sector formal privilegiado. Sin estas garantìas, corremos el riesgo de convertir una herramienta emancipadora en un nuevo adorno institucional.
Finalmente: no se trata de armar un sindicalismo “de cuotas” que divida a la clase trabajadora, sino de construir sindicatos más democráticos, representativos y eficaces.
La igualdad de género no es una agenda paralela: es la agenda que completa y legitima la lucha sindical. Si las centrales, las federaciones y las autoridades no aprovechan esta ventana, perderán la oportunidad de renovar su legitimidad y de ampliar su base social. La verdadera prueba será saber si estos proyectos logran transformaciones materiales —salarios, tiempo de trabajo, seguridad— y no solo cambios de nombre. De lo contrario, la frase “con perspectiva de género” acabará traducida otra vez en burocracia y promesas incumplidas.
Hoy, la decisión es clara: o los sindicatos se transforman para incluir a las trabajadoras en pie de igualdad, o la democracia laboral seguirá siendo una deuda. Que nadie sea engañado: la igualdad no es concesión; es justicia colectiva y requisito para un movimiento sindical que aspire a ser potente y popular.
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