septiembre 03, 2025

El derecho a estudiar, en la mira de la Casa Blanca

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Por Daniel Lee

La reciente demanda del Gobierno estadounidense contra las leyes de Illinois que permiten a universidades otorgar matrículas reducidas y apoyos financieros a estudiantes indocumentados es un golpe directo no solo a la educación, sino a los principios democráticos que EU. presume en el mundo.

Detrás de la retórica legal que esgrime la fiscal Pam Bondi -cuando asegura que las escuelas “no pueden brindar” beneficios a quienes no cuentan con estatus migratorio legal- se esconde una narrativa más dura: la criminalización de la esperanza y el intento sistemático de convertir a la juventud migrante en chivo expiatorio.

Bajo la administración Trump, la política migratoria se ha concebido menos como un instrumento de regulación ordenada y más como un mecanismo de exclusión y castigo. Atacar las leyes estatales de Illinois no es un acto de coherencia jurídica, sino de cálculo político.

El mensaje es claro: quienes nacieron fuera de las fronteras estadounidenses, aun cuando hayan crecido, estudiado y contribuido en la sociedad, deben cargar con el estigma de la ilegalidad como destino inescapable.

El caso no es aislado. La Casa Blanca ya celebró la anulación de un programa en Texas que, desde 2001, permitía a jóvenes no ciudadanos pagar matrículas como residentes locales. Estos retrocesos muestran que la obsesión no es con la “igualdad de trato” frente a los ciudadanos, sino con bloquear toda posibilidad de movilidad social para los hijos e hijas de migrantes. Se trata, en suma, de levantar un muro invisible en el corazón de las aulas universitarias.

La dimensión mexicana de este debate es insoslayable. Más de 36 millones de personas de origen mexicano viven en Estados Unidos, de las cuales cerca de 5 millones son indocumentadas. En ese universo, miles de jóvenes —conocidos como “Dreamers”— han sido protagonistas de una lucha histórica por acceder a la educación superior.

Aunque muchos de ellos crecieron, estudiaron y se graduaron de secundaria en EU, enfrentan barreras que van desde el pago de matrículas elevadas hasta la exclusión de programas de becas y apoyos estatales. Paradójicamente, estos estudiantes representan uno de los sectores con mayor potencial de movilidad social, pero son también los más castigados por políticas que buscan relegarlos a la invisibilidad.

Resulta contradictorio que mientras universidades estadounidenses se benefician del talento y la diversidad que aportan los jóvenes de origen migrante -muchos de ellos mexicanos- el propio gobierno federal impulse demandas para cerrarles las puertas.

El argumento de que los estudiantes estadounidenses son tratados como “ciudadanos de segunda clase” es una falacia que desconoce un hecho elemental: negar derechos a los migrantes no mejora la vida de los nacionales, solo profundiza desigualdades y erosiona la cohesión social.

Estas medidas abren preguntas de fondo: ¿cómo puede Estados Unidos exigir estándares democráticos en otros países mientras legisla contra jóvenes que buscan estudiar dentro de sus propias fronteras? ¿Qué credibilidad tiene una potencia que invierte miles de millones en intervenciones militares o comerciales en nombre de la libertad, pero limita el acceso al conocimiento de quienes residen en su territorio?

Lo que está en juego no es un tecnicismo legal, sino el modelo de sociedad que Estados Unidos quiere proyectar. Un país que margina a sus estudiantes por origen migratorio —y entre ellos a miles de mexicanos que aspiran a un futuro mejor— erosiona no solo su porvenir, sino su legitimidad como actor global.

Porque la educación, en el siglo XXI, no debería ser un privilegio exclusivo de los “legalmente reconocidos”, sino un derecho universal que fortalezca las democracias y teja puentes donde otros quieren levantar muros

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