
Por Daniel Lee

La batalla apenas comienza. Pero por ahora, la justicia ha recordado que los migrantes no son números, sino personas con derechos.
Me refiero al fallo de la jueza federal Jia Cobb frente a la llamada deportación exprés, que no solo frena una política de la administración Trump, sino que da un manotazo sobre la mesa en un sistema profundamente restrictivo hacia los migrantes.
Pero vayamos al punto: La llamada “deportación acelerada” nació como un mecanismo excepcional, limitado a las fronteras y a recién llegados, pero Donald Trump buscó convertirla en un arma de deportación masiva en el interior del país.
Su proyecto consistía en borrar la frontera legal entre quienes acaban de llegar y quienes ya han comenzado a echar raíces en Estados Unidos, reduciendo vidas a simples expedientes administrativos, sin jueces ni audiencias, sin oportunidad de defensa.
La jueza Cobb lo dijo con claridad: no se trata de cuestionar la constitucionalidad de la ley, sino de señalar que expandirla sin garantías mínimas equivale a un atropello a derechos fundamentales.
En otras palabras, no basta con proclamar una política dura contra la migración irregular; el Estado tiene la obligación de respetar procedimientos justos, incluso para aquellos que el discurso oficial intenta criminalizar.
El fallo tiene también una dimensión política ineludible. Trump ha prometido la mayor operación de deportación interna en la historia, con la meta de expulsar a un millón de personas en un año. Más que un plan de “seguridad”, se trata de un proyecto de ingeniería social autoritaria: instalar el miedo como política migratoria, debilitar comunidades enteras y enviar el mensaje de que la vida de millones de trabajadores migrantes es desechable.
La defensa que emprendieron organizaciones como Make the Road New York y la ACLU muestra que la resistencia jurídica y social sigue viva. La suspensión de la medida no elimina la amenaza —es casi seguro que la decisión será apelada—, pero abre una grieta en la narrativa de inevitabilidad que Trump busca imponer.
Este episodio revela un dilema central: ¿qué tanto puede un gobierno restringir derechos fundamentales bajo el pretexto de aplicar la ley migratoria?
La respuesta de la jueza Cobb es contundente: ningún poder ejecutivo puede erigirse por encima del debido proceso.
El internacionalismo nos obliga a leer este caso en clave más amplia. Cuando Estados Unidos pretende exportar al mundo la defensa de los “valores democráticos”, debería recordar que la dignidad humana no puede ser selectiva ni instrumental. Las deportaciones aceleradas, sin jueces ni defensa, son un espejo incómodo: revelan la contradicción entre el discurso y la práctica, entre la democracia que se predica y el autoritarismo que se aplica contra los más vulnerables.
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