
Por Daniel Lee

La política migratoria de Estados Unidos bajo la administración Trump viene dejando un saldo visible en cifras: más de 324 mil deportaciones en apenas 200 días. Pero hay otra estadística silenciosa de la que me permito abordar en esta ocasión, PORQUE TAMBIÉN HAY QUE HABLAR DE ELOS: las miles de mascotas que, de la noche a la mañana, quedan huérfanas porque sus dueños son arrancados de sus hogares. Perros, gatos, aves y otros animales terminan hacinados en refugios improvisados o, peor aún, abandonados a su suerte en las calles.
Las deportaciones en Estados Unidos no solo rompen familias humanas. También desgarran silenciosamente los lazos entre migrantes y sus mascotas, seres que quedan en un limbo de abandono, confinados en refugios saturados, cuando sus dueños son detenidos y expulsados de manera abrupta e infame.
En Miami, por ejemplo, el refugio Adopt and Save a Life Rescue Mission se ha convertido en un testimonio vivo de esta tragedia paralela. En los últimos meses ha recibido decenas de perros, gatos e incluso aves. La directora, Daymi Blain, refiere de un alud de llamadas diarias que ya no alcanza a responder. “Ya ni contesto, solo posteo en redes para ver si alguien más puede ayudar”, confiesa, en un retrato claro de cómo las políticas migratorias también generan un colapso en sistemas que nada tienen que ver con tribunales o centros de detención.
La ecuación es tan simple como conmovedora: Refugios en Florida, Texas, Nueva York y California reconocen estar al límite: hacinamiento, deudas en electricidad, falta de espacio, voluntarios y medicinas. La crueldad burocrática del sistema migratorio estadounidense se expande así hacia lo que parecía impensable: los animales de compañía, que terminan siendo víctimas colaterales de decisiones políticas.
El caso de Benjamín Marcelo Guerrero, un joven chileno detenido en California mientras paseaba a su perro, refleja con crudeza la deshumanización del proceso. La familia encontró al animal abandonado, sin comprender que el crimen de su dueño había sido, en realidad, soñar con una vida mejor.
Frente a ello, organizaciones como C.A.R.E.4Paws intentan llenar el vacío con iniciativas que buscan crear refugios específicamente destinados a las mascotas de migrantes en riesgo de deportación. La cofundadora Isabel Gullö lo expresó con claridad: “cuando las personas atraviesan estos increíblemente difíciles momentos, la última cosa de la que deberían preocuparse es qué pasará con sus amadas mascotas”. Pero en la práctica, eso es exactamente lo que ocurre.
El abandono animal derivado de las deportaciones es un espejo incómodo. Nos muestra que la política migratoria no solo es un asunto de soberanía y fronteras, sino de vínculos cotidianos, de afectos que sostienen vidas invisibles.
Castigar a un migrante con la expulsión ya es devastador. Castigar a sus mascotas con el abandono es, además, un recordatorio de que la deshumanización tiene consecuencias más amplias de lo que pensamos.
Estados Unidos enfrenta aquí una deuda ética que no puede resolverse con refugios improvisados ni colectas solidarias. Si la política migratoria sigue pensándose solo en términos de control y castigo, no solo serán miles de familias rotas las que cargarán con sus cicatrices. También lo harán los animales que, sin voz ni voto, terminan siendo las víctimas más fieles de una injusticia que no entienden, pero que padecen.
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