agosto 18, 2025

Infancias migrantes, la herida que EU prefiere ocultar

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Por Daniel Lee

En Estados Unidos, el discurso de la seguridad nacional se ha convertido en un arma que golpea donde más duele: en la infancia.
Según colectivos de defensa de los migrantes, al menos 12 mil niños en la Unión Americana enfrentan la orfandad forzada tras la deportación de uno de sus padres a México.
No son cifras oficiales, y eso no es casualidad: el gobierno estadounidense las oculta porque revelar la magnitud de estas separaciones significaría reconocer que muchas de esas detenciones se hicieron al margen de la ley.
Las políticas migratorias de “tolerancia cero”, impulsadas bajo la administración de Donald Trump, consolidaron una práctica que el derecho internacional califica como inhumana: la separación familiar.
Lo que se vende como un mecanismo de control migratorio en realidad constituye una violación sistemática a la Convención sobre los Derechos del Niño, que obliga a los Estados a garantizar la unidad familiar como principio rector.
El costo humano es cruel, por decir lo menos. Niños que regresan a la escuela con un vacío imposible de explicar; adolescentes que cargan con culpas y ansiedades que no les corresponden; bebés que, tras meses o años de separación, ya no reconocen a sus propios padres.
Psicólogos infantiles alertan que hablamos de un trauma de separación equiparable a un secuestro emocional, con efectos que pueden marcar a una generación entera de niños migrantes en Estados Unidos.
Detrás de las cifras hay un drama transnacional: madres y padres mexicanos y centroamericanos deportados, hijos que permanecen solos en EU, comunidades fracturadas y un silencio institucional que raya en complicidad.
El ICE ejecuta detenciones incluso en presencia de menores, con violencia y sin protocolos de protección, dejando un reguero de daños emocionales y sociales que ni el Estado estadounidense ni el mexicano parecen dispuestos a asumir.
El problema no termina en la frontera. Para muchos de estos niños, el regreso a un aula sin la presencia de un padre se convierte en un calvario cotidiano: dolores de estómago, pesadillas, ansiedad extrema. Y mientras tanto, los padres deportados cargan con el peso de la culpa y, en casos extremos, con impulsos suicidas. Son heridas invisibles, pero con consecuencias irreparables.
Estados Unidos no puede seguir proclamándose defensor de la democracia mientras criminaliza la niñez migrante y normaliza su dolor.
México, por su parte, tampoco puede permanecer pasivo: la defensa de sus connacionales exige algo más que consulados atiborrados de trámites.
La Cancillería debe presionar por un acuerdo bilateral que ponga fin a la práctica de separación familiar y asegure la reunificación inmediata de los menores afectados. Es lo menos…
Pero no lo hace, como tampoco hace nada la siempre ausente @tatclouthier Tatiana Clouthier, flamante titular del Instituto de Mexicanas y Mexicanos en el Exterior, mas ocupada en opinar sobre la reforma electoral que atender lo propio de su cargo.
Cada niño separado es la prueba viviente de que la política migratoria estadounidense ha cruzado una línea ética y legal. El silencio y la omisión, tanto en Washington como en la Ciudad de México, son corresponsables de esta tragedia.
La historia nos juzgará no por las murallas que se levantan, sino por las infancias que dejamos solas.
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