
Por Jose Manuel Rueda Smithers
Me crucifican y yo debo ser la cruz y los clavos.
Me tienden la copa y yo debo ser la cicuta.
Me engañan y yo debo ser la mentira.
Me incendian y yo debo ser el infierno.
Poema El cómplice, de Jorge Luis Borges.
En la Cultura Impar anterior hablamos del huachicol como un reflejo de la cultura del robo disfrazado. Desgraciadamente, hoy lo reconocemos también como una forma de corrupción institucionalizada.Aunque los discursos oficiales insisten en que hay avances y reducciones en las cifras, las estructuras de fondo siguen mostrando una resistencia notable al cambio.
El huachicol en México no se sostiene solo con la audacia de quienes perforan ductos en la oscuridad. La magnitud de este delito y su permanencia a lo largo de los años revela una verdad incómoda: detrás de cada toma clandestina, hay una red de silencios, omisiones y complicidades en las estructuras oficiales. El huachicol, como economía paralela, no sería posible sin la mirada permisiva -o la acción directa- de funcionarios públicos en distintos niveles de gobierno.
La corrupción no siempre se presenta con escándalo. A veces se esconde tras un escritorio, un sello automático o una carpeta que nunca llega a abrirse. En el caso del robo de combustible, las filtraciones de información estratégica desde oficinas gubernamentales ha sido clave para que las bandas criminales operen con precisión quirúrgica: saben cuándo baja la presión de los ductos, qué rutas están menos vigiladas, y hasta qué zonas conviene evitar.
Es un huachicol sistémico. No un delito aislado cometido en zonas marginadas por personas desesperadas. Es un negocio bien estructurado, donde muchas veces el funcionario que debería investigar es parte del engranaje. Quien debería sancionar, encubre. Quien debería vigilar, se hace de la vista gorda.
La gravedad del asunto no se limita al robo de combustible. El huachicol ha servido como entrada a esquemas de lavado de dinero, financiamiento de campañas políticas, compra de lealtades locales y expansión territorial del crimen organizado. Por eso, cuando hablamos de combatir el huachicol, no basta con sellar ductos o arrestar a operadores de campo.
Habrá que decir a la presidenta Claudia Sheinbaum, hay que mirar hacia arriba y ya no mentir. Y cuestionar además: ¿Cuántos funcionarios han sido realmente investigados por complicidad, cuántos mandos medios han sido sancionados por permitir que la maquinaria siga operando desde dentro del sistema?
La respuesta es preocupante: pocos, muy pocos.
El aparato institucional mexicano arrastra una pesada herencia de opacidad. En muchos casos, los encargados de la fiscalización, la seguridad o la inteligencia operan con márgenes tan amplios de discrecionalidad que el control es prácticamente nulo. Cuando se detecta una irregularidad, el castigo suele ser administrativo, no penal. Un traslado, una renuncia silenciosa, un nuevo puesto en otra dependencia.
Más allá del impacto económico, el huachicol oficial envía un mensaje demoledor a la sociedad: que robar desde el poder no sólo es posible, sino que es rentable y con frecuencia impune. Esa percepción debilita al Estado, erosiona la confianza y normaliza la corrupción como parte del servicio público.
El verdadero reto está en desmontar esta red de complicidades. Basta de operativos espectaculares y de discursos de buena voluntad. Se necesita compromiso político, inteligencia institucional y sobre todo, un cambio profundo en la lógica con que se administra el poder desde el gobierno.
Mientras los funcionarios que colaboran con el huachicol sigan operando desde la sombra, cualquier esfuerzo de combate será parcial e insuficiente.
Esos políticos corruptos, de ayer y de hoy, sin importar el partido que los cobije, deben caer hasta el fondo. La Cultura Impar seguirá desmontando las piezas de esta red, que no sólo drena combustible, sino que mina la credibilidad del Estado mexicano.