
Por Daniel Lee
En el imaginario popular de muchos migrantes, casarse con un ciudadano (a) estadounidense representa la vía rápida -y hasta romántica- para obtener la anhelada residencia legal. Pero lo que para algunos comienza como un favor o una oportunidad, puede convertirse en una condena: prisión, deportación y un veto migratorio de por vida. Porque en Estados Unidos, si el amor no es real, el castigo sí lo es.
El Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos (USCIS) trata con frialdad quirúrgica los casos de lo que denomina “fraude matrimonial”. No importan las intenciones sentimentales, culturales o humanitarias. Si el matrimonio no tiene una base verificable de convivencia y proyecto de vida conjunto, es considerado un crimen federal. Las penas son severas: hasta cinco años de cárcel, multas millonarias, y la deportación inmediata de la persona extranjera involucrada.
Este enfoque punitivo ha dado lugar a un sistema que, lejos de proteger el amor, lo somete a vigilancia. Una pareja interracial, una diferencia de edades, una relación sin suficientes fotografías o con mudanzas frecuentes puede ser vista con sospecha. El amor, en los ojos del Estado, necesita pruebas: contratos de arrendamiento conjunto, declaraciones juradas, cuentas bancarias compartidas, hijos. Sin eso, no hay confianza. Y sin confianza, hay juicio.
Pero esta política, más que castigar un delito aislado, deja en evidencia una crisis más profunda: el sistema migratorio estadounidense sigue cerrado, caro y excluyente. El fraude matrimonial no surge en el vacío, sino como consecuencia de una estructura legal que bloquea rutas de integración, castiga la pobreza y convierte el sueño americano en una serie de callejones sin salida.
Porque mientras los cupos migratorios se reducen, los procesos legales se encarecen y las deportaciones se aceleran, hay quienes recurren al matrimonio como única alternativa para huir de la violencia, la miseria o la persecución. Y aunque el sistema estadounidense repudia esa estrategia como “fraude”, la realidad es que muchas veces no hay otra salida. La ley ve crimen donde hay supervivencia.
A esto se suma una zona gris: los matrimonios donde uno de los cónyuges sí se enamora, mientras el otro solo busca papeles. En estos casos, la víctima afectiva puede convertirse también en víctima legal. Si no denuncia a tiempo -algo difícil cuando hay amor y manipulación de por medio- también puede enfrentar cargos por complicidad.
La paradoja es cruel: en un país que enarbola la libertad y la familia como valores supremos, se penaliza la relación con un extranjero bajo sospecha. No se castiga el racismo ni la xenofobia, pero sí el intento desesperado de formar una familia para sobrevivir al sistema migratorio. Porque, al final, la ley no sanciona la mentira… sanciona al extranjero.
Quienes critican el fraude matrimonial tienen razón en exigir integridad. Pero también habría que preguntarse por qué miles de personas estarían dispuestas a pagar o a casarse sin amor con tal de obtener papeles. El problema no es solo el delito, sino el sistema que lo propicia.
Lo que se necesita no es más cárcel, sino más caminos. Más rutas legales, más programas de integración, más humanidad. Porque cuando el matrimonio se convierte en la única puerta abierta, es el sistema entero el que necesita ser revisado.
En tiempos donde las fronteras se endurecen y los discursos se radicalizan, el amor —real o no— se convierte en sospechoso. Y en esa sospecha, muchas vidas se derrumban no por fraude, sino por falta de opciones.
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