
Por Daniel Lee Vargas
La política migratoria mexicana ha sido, durante décadas, reactiva, fragmentaria y dependiente de la coyuntura internacional. Hoy, una vez más, el Congreso de la Unión intenta maquillar su ausencia con declaraciones bien intencionadas y reformas que llegan tarde, cuando el daño ya es profundo, sostenido y documentado.
Perdón… pero tengo que ser crítico; la creación de un Ombudsman del Migrante en la CNDH y la reciente batería de propuestas legislativas sobre migración son apenas un primer paso… pero también una confesión de omisión.
Mientras miles de connacionales han enfrentado redadas, abusos, detenciones arbitrarias y procesos sin garantías en Estados Unidos —particularmente durante esta era Trump—, el poder legislativo mexicano ha optado por el silencio o el formalismo. La narrativa institucional repite que “México es un país de puertas abiertas”, mientras la realidad desmiente ese discurso con muros legales, simulación burocrática y nula capacidad de protección efectiva para los migrantes, tanto en tránsito como en retorno.

Proponer ahora la figura de un Ombudsman del Migrante suena noble, pero su sola existencia evidencia una omisión estructural: ¿por qué no se creó durante los años más crudos de la ofensiva antiinmigrante en EU.?
¿Dónde estuvo el Congreso mexicano cuando se separaban familias, cuando los connacionales eran detenidos sin cargos o cuando sus propiedades y patrimonios quedaban en el limbo legal? La defensa de los derechos migrantes no puede seguir improvisándose entre periodos legislativos o encuentros protocolares con cónsules. Y bueno… qué esperar de la CNDH, si desde la administración de Andrés López Obrador, no ha sido mas que una farsa, y en esta nueva gestión con Claudia Sheinbaum sigue siendo una burla.
Durante el encuentro reciente con representantes consulares en EE.UU., se anunciaron propuestas como cartillas de derechos para personas repatriadas, bases de datos nacionales y programas de reintegración laboral. Todas valiosas… y todas tardías. ¿Cuántos años más necesita el Estado mexicano para tener un sistema articulado de protección y reinserción para quienes regresan con incertidumbre, después de haber sostenido con remesas al país durante décadas?
Además, la ausencia de una estrategia legislativa frente al cambio de narrativa migratoria en Estados Unidos es alarmante. Desde la llegada de Trump, la migración dejó de ser una cuestión de integración y se convirtió en un asunto de criminalización sistemática. Legisladores como Marcela Guerra lo reconocen hoy en foros públicos, pero el reconocimiento no es suficiente: la acción política mexicana no ha estado a la altura del ataque frontal que sufren nuestros paisanos en el exterior.
La armonización legislativa que hoy se exige debió ser prioritaria hace años. Transformar los consulados en verdaderos centros de justicia y no meros espacios de trámite no es una novedad: es una deuda. Aún más grave es que el Congreso mexicano no haya legislado con firmeza para dotar a nuestras representaciones en el exterior de recursos jurídicos efectivos que impidan la deportación sin defensa, la pérdida de patrimonio o la separación familiar.
El fenómeno migratorio no se resuelve con discursos, ni con llamados humanistas desde foros académicos o encuentros diplomáticos. Se requiere una política de Estado, sostenida, transversal, con base en derechos y, sobre todo, con voluntad política. Una voluntad que brille por su presencia, no por su ausencia.
México no puede seguir llegando tarde a la defensa de los suyos. Y el Congreso de la Unión debe entender que la representación no se ejerce con conferencias, sino con leyes, presupuestos y mecanismos de protección que funcionen cuando más se necesitan.
Hoy, la migración nos define como nación. Y define también la talla de quienes legislan, o, ¿usted que opina?
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