
Por Daniel Lee Vargas
En una jugada que mezcla cinismo político con violencia institucional, el gobierno de Estados Unidos -a través de un acuerdo no anunciado públicamente entre el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) y los Centros de Servicios de Medicare y Medicaid (CMS)- decidió que proteger la salud de los más pobres no es prioridad… salvo si sirve como vía para encontrarlos, vigilarlos y deportarlos.
Así como lo oye. A partir de este acuerdo, los agentes de ICE podrán acceder a los datos personales de más de 79 millones de personas inscritas en Medicaid, incluyendo nombres, direcciones, fechas de nacimiento, origen étnico y números de Seguro Social. Todo esto con un propósito claro y ominoso: localizar y arrestar a migrantes indocumentados, incluso si solo accedieron a servicios de salud de emergencia, a los que tienen derecho por ley.
Se trata, en palabras llanas, de una traición institucional. Una violación masiva de la confianza que millones de personas —migrantes y ciudadanos por igual— depositaron al acceder a un sistema de salud que, supuestamente, estaba diseñado para proteger vidas, no para entregarlas a las autoridades migratorias.
El pretexto esgrimido por funcionarios del HHS, según el cual se busca identificar casos de inscripción indebida, resulta insostenible cuando el propio acuerdo aclara que los datos serán usados por ICE para localizar “extranjeros”. Esta no es una auditoría técnica: es una operación de cacería migratoria disfrazada de gestión sanitaria.
Esto nos habla de la salud, pero la salud como trampa, como señuelo. En la práctica, esto significa que cualquier persona —mujer embarazada, niño con fiebre, trabajador accidentado— que acuda a una sala de emergencias temerá no sólo por su bienestar físico, sino por su libertad y su permanencia en el país. La salud, ese mínimo vital que todo Estado responsable debería garantizar sin distinción, se convierte en un señuelo para capturar a quienes no tienen papeles.
Y no se trata solo de consecuencias jurídicas. Se trata de vidas fracturadas, familias destruidas, personas obligadas a escoger entre morir en silencio o exponerse a una deportación. ¿Qué sentido tiene un sistema de salud si su uso puede derivar en expulsión? ¿A qué lógica responde un Estado que utiliza las bases de datos médicas para fines punitivos?
Este acuerdo no afecta a todos por igual. En su redacción y en su aplicación subyace una visión profundamente racializada de quién merece estar en EU y quién no. En un país donde la mayoría de los migrantes indocumentados provienen de América Latina, y donde los sistemas de salud y justicia operan con sesgos históricos, la etnia se convierte en un marcador de sospecha. Se abre la puerta a un régimen de persecución masiva amparado en los datos personales de personas racializadas y empobrecidas.
Lo más inquietante es el silencio. Hasta ahora, no ha habido una condena firme por parte de Naciones Unidas, ni de las agencias especializadas en derechos humanos. El movimiento migrante, sin embargo, no está solo. Organizaciones comunitarias, defensores legales, iglesias, sindicatos y médicos éticos deben levantar un muro de resistencia civil. Lo que hoy ocurre con Medicaid puede repetirse mañana con cualquier otro servicio: educación, trabajo, vivienda.
Hoy más que nunca, la consigna debe ser clara: ningún ser humano es ilegal. Ningún cuerpo enfermo debe ser perseguido. Ningún dato médico debe ser arma de deportación.
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