
Por Daniel Lee Vargas
En Estados Unidos, la migración ya no es solo una cuestión de leyes o políticas públicas. Es un frente de guerra. Una guerra interna donde el enemigo está definido no por delitos, sino por su acento, el color de su piel o el simple hecho de vivir en un barrio latino.
Mientras las fuerzas de ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) y CBP (Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza) despliegan redadas con tácticas militares, la comunidad migrante responde con una estrategia de resistencia basada en una herramienta tan básica como poderosa: la cámara de un teléfono.
Y para muestra, este caso: La madrugada del 27 de junio, la historia de Jenny Ramírez en Huntington Park dejó claro que el sueño americano puede estallar de golpe, literalmente. Sin orden judicial ni protocolos, su casa fue irrumpida por agentes encapuchados armados con rifles de asalto y drones, en un operativo que parecía más una incursión en zona de guerra que la búsqueda de un sospechoso. Lo que ICE encontró no fue al acusado, sino a dos niños ciudadanos aterrados, una madre desesperada y cámaras de seguridad que documentaron el abuso. El video se volvió viral, y con ello, una verdad se volvió inocultable: la ley ya no se cumple, se impone con violencia extralegal.
Es mas, hoy, cumplir con una cita migratoria puede ser una trampa. Salir a buscar trabajo, un delito. Documentar una redada, motivo de arresto. Lo vivimos en Pacoima, donde un periodista fue esposado por grabar. En Pomona, donde jornaleros fueron detenidos solo por buscar empleo. En Southington, donde trabajadores fueron capturados sin explicación. Y en New Haven, donde una madre fue separada de sus hijos al pie de una escuela. ¿Cuál es el común denominador? Ser latino, pobre y visible.

Pero lo irónico es que el 52% de los agentes de CBP y el 30% de ICE son de origen latino. Una cifra que revela otra fractura: la del migrante arrestado por otro migrante. La del hispanohablante que ejecuta políticas contra su propio reflejo. Una tragedia institucionalizada que, como advierte WOLA, normaliza lo intolerable. Hoy, el rostro del agresor muchas veces habla el mismo idioma que la víctima.
Pero frente a esta maquinaria del miedo, emerge una fuerza inesperada: la organización comunitaria. ONG como CHIRLA, el National Immigration Law Center y United We Dream no solo denuncian, accionan, se interponen, documentan, demandan. En cada barrio, hay líneas de emergencia, brigadas legales, redes de acompañamiento, campañas de visibilidad. En cada redada, hay alguien grabando, alguien viralizando, alguien diciendo: “no estás solo”.
Casos como el de Monse, la niña que grabó la detención de su madre, son testimonio de esta nueva forma de lucha. No fue el sistema el que rescató a su familia, fue la comunidad. Fue el coraje. Fue la cámara. Fue la organización. Así se han logrado liberaciones, frenos a deportaciones, juicios con defensa. No por la benevolencia del Estado, sino por la presión de la sociedad.
La estrategia no es únicamente legal. Es social, testimonial y digital. Porque mientras ICE borra huellas, las redes multiplican evidencias. Mientras el Estado esconde órdenes, la comunidad muestra pruebas. Mientras las leyes se distorsionan, la verdad se graba, se comparte, se archiva y se grita.
Hoy, el país que se llama a sí mismo “libre” enfrenta una elección moral: seguir el camino del pasamontañas o el de la justicia con rostro humano. Seguir legitimando la fuerza sobre el derecho, o dar un giro antes de que el daño sea irreversible.
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