
Por Daniel Lee Vargas
En un acto que marca una peligrosa escalada en la política migratoria de Estados Unidos, el Pentágono autorizó la creación de nuevas zonas militares a lo largo de la frontera con México, particularmente en Texas y Arizona.
Este despliegue no solo amplía el control territorial, sino que transforma a la frontera en un espacio donde la vigilancia civil ha sido sustituida por la lógica castrense. Las nuevas zonas permiten a las tropas detener temporalmente a migrantes, trasladando la gestión de la movilidad humana a una arena de carácter militar que, por definición, opera bajo principios de seguridad y contención, no de derechos ni de protección humanitaria.
Lo que estamos presenciando no es solo un refuerzo de la frontera: es la militarización formal de la política migratoria. Este enfoque endurecido parte de una narrativa que insiste en concebir a los migrantes como amenazas que deben ser neutralizadas y no como personas que buscan condiciones de vida dignas. Estados Unidos parece avanzar hacia un modelo donde la movilidad mexicana y latinoamericana es tratada como un asunto de guerra, y donde el trato humanitario es reemplazado por estrategias de ocupación y control.
Mientras estas nuevas zonas militares se consolidan, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) ha alcanzado cifras récord de detenciones: 59,000 personas recluidas, muchas de ellas sin antecedentes penales. Este dato no es menor.
Desmonta la vieja justificación de que las redadas priorizan a «criminales peligrosos» y expone que la maquinaria migratoria está diseñada para capturar indiscriminadamente, sin distinción entre perfiles ni historias de vida. El aparato de deportación se ha convertido en un sistema que castiga la mera presencia irregular, alimentando los centros de detención como si fueran bodegas de cuerpos sin rostro.
En paralelo, las redadas se han trasladado de la frontera a las ciudades. ICE y la Patrulla Fronteriza han extendido sus operaciones más allá del perímetro de 100 millas desde la línea divisoria, llevando el miedo a comunidades profundamente mexicanas como Los Ángeles, Santa Ana y Filadelfia. La persecución ha dejado de ser un evento fronterizo: ahora se vive en las calles, los mercados, los parques. Lo que se ha logrado es desarticular la vida cotidiana de los migrantes, forzándolos a la clandestinidad dentro de sus propios barrios.
El impacto económico es inmediato. En Los Ángeles, los vendedores ambulantes —muchos de ellos mexicanos— han comenzado a desaparecer del espacio público, no por falta de clientela, sino por miedo. El sustento de estas familias ha sido barrido por la política del terror. No se trata solo de migración, se trata de empobrecer, invisibilizar y criminalizar a los que construyen desde abajo las economías locales.
Las protestas que han estallado en Los Ángeles desde principios de junio no son accidentales. Las calles han sido tomadas por miles de personas que, en un acto de resistencia, ondean banderas mexicanas como símbolo de dignidad frente a la ofensiva federal. La respuesta del gobierno estadounidense ha sido brutal: más de 4,800 elementos de la Guardia Nacional y los Marines desplegados, cientos de detenidos y decenas de heridos. El conflicto ha cruzado la línea de la contención migratoria para transformarse en una confrontación abierta entre el poder militar y las comunidades migrantes.
El gobierno mexicano, una vez más, ha quedado relegado al papel de espectador tibio. Las declaraciones formales no alcanzan a proteger a los 42 mexicanos ya detenidos en las protestas de Los Ángeles ni a los miles que enfrentan redadas a diario. La diplomacia mexicana parece cómoda con la retórica del respeto mutuo mientras sus connacionales son perseguidos como enemigos dentro del territorio estadounidense.
La militarización de la frontera y la expansión de la cacería migratoria en Estados Unidos no son solo un problema bilateral, son un asunto de derechos humanos con implicaciones internacionales. Convertir a la migración en una operación militarizada es la renuncia explícita al enfoque humanitario y al compromiso con los tratados internacionales que protegen a las personas en movilidad.
Lo que ocurre hoy en la frontera y en las ciudades estadounidenses exige respuestas firmes, no solo de México, sino de organismos multilaterales y de la comunidad internacional. Callar ante esto es validar que las fronteras se gobiernen con tanques, que la pobreza se trate con soldados, y que el migrante mexicano sea reducido a un objetivo de guerra.
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