Por Daniel Lee Vargas
Mientras el gobierno de Donald Trump continúa endureciendo su retórica y sus acciones contra los migrantes, la sociedad estadounidense se muestra dividida, desconfiada y, en no pocos casos, contradictoria. Así lo revela una reciente encuesta del Pew Research Center: el 47% de los estadounidenses desaprueba el enfoque migratorio de la administración, frente a un 42% que lo respalda. Sin embargo, en el terreno de las políticas concretas, el apoyo se vuelve volátil y muchas veces selectivo.
Lo paradójico salta a la vista: aunque la mayoría del país rechaza la estrategia general de Trump, más de la mitad —un 56%— apoya la expansión del muro fronterizo. Es una grieta ideológica disfrazada de consenso. El miedo a la migración irregular se ha instalado como una amenaza simbólica, capaz de superar matices partidistas. Y aun así, la desaprobación hacia políticas específicas como la eliminación del Estatus de Protección Temporal (TPS) o la suspensión de solicitudes de asilo supera el 60%. En otras palabras, hay más rechazo a lo que se hace que a los símbolos que lo justifican.
El estudio, realizado antes de que estallaran protestas por las redadas masivas de ICE y el despliegue de la Guardia Nacional, muestra que las percepciones podrían haber empeorado. Pero más allá del momento, el dato central es la polarización profunda: el 78% de los republicanos aprueba el enfoque migratorio de Trump, frente a un 81% de demócratas que lo rechaza con firmeza. En una sociedad electoralmente partida, la migración no es sólo una política pública: es un campo de batalla cultural.
En ese campo, el enfoque punitivo gana fuerza. Ha crecido significativamente el apoyo republicano a una campaña nacional de deportaciones: del 34% en 2017 al 56% en 2025. Al mismo tiempo, se reduce el respaldo a una vía legal para que migrantes sin documentos permanezcan en el país: sólo el 41% de los republicanos la considera aceptable, cuando ocho años atrás eran mayoría. El péndulo conservador se ha desplazado hacia la exclusión.
Y sin embargo, un 65% de los estadounidenses —una mayoría sólida— sigue creyendo que debería haber alguna forma de regularización. Más de un tercio defiende incluso la posibilidad de que los migrantes accedan a la ciudadanía si cumplen con ciertos requisitos. Este clivaje interno, donde coexisten el castigo y la empatía, la vigilancia y la integración, habla de una nación atrapada entre su historia de acogida y su miedo al otro.
Entre las políticas con mayor aceptación bipartidista figura una propuesta que roza el eufemismo: ofrecer dinero y pasajes a migrantes sin papeles para que abandonen “voluntariamente” el país. Un 41% de los demócratas la respalda, mostrando que incluso en sectores progresistas el pragmatismo puede vencer a los principios, sobre todo cuando se trata de reducir la presión política sin abordar las causas estructurales.
Lo más preocupante es que la forma en que se ejecutan las deportaciones también deja heridas profundas: el 50% de los estadounidenses considera que el gobierno ha sido descuidado en sus acciones. No es sólo lo que se hace, sino cómo se hace. La brutalidad de las redadas en centros laborales, el miedo instalado en comunidades enteras, el uso de fuerzas militares para capturar jornaleros o padres de familia… todo esto dibuja un rostro autoritario que ni siquiera quienes apoyan la política migratoria pueden disimular del todo.
De fondo, permanece una pregunta sin respuesta: ¿qué país quiere ser Estados Unidos? ¿Uno que construye muros, militariza la migración y criminaliza la esperanza, o uno que regula, integra y reconoce la complejidad de los flujos humanos? La encuesta de Pew no ofrece una respuesta clara, pero sí una advertencia: la migración seguirá siendo el termómetro más sensible de las fracturas internas del país. O, usted qué opina. Hasta la próxima…
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