
Por Daniel Lee Vargas
A casi trece años de su creación, el programa DACA —Acción Diferida para los Llegados en la Infancia— se encuentra atrapado en un limbo legal que representa mucho más que una disputa jurídica.
Hoy, un fallo judicial amenaza medio millón de historias, son estos jóvenes, conocidos como dreamers, que ahora viven bajo la amenaza constante de perder no solo sus permisos de trabajo, sino también la dignidad de una vida forjada con esfuerzo en un país que se resiste a reconocerlos como suyos.
La mayoría de ellos son de origen mexicano, lo que añade una capa de vulnerabilidad racial y geopolítica a su ya frágil situación.
Y le cuento… El fallo del Quinto Circuito de Apelaciones en enero de 2025, que declaró partes de DACA como ilegales por supuesta inconsistencia con la Ley de Inmigración y Nacionalidad, no es un hecho aislado. Es un síntoma del desmantelamiento sistemático de una protección mínima que el propio gobierno federal había prometido. Aunque el fallo se limita por ahora al estado de Texas, sus repercusiones sientan un precedente peligroso: convertir derechos temporales en armas de control político.
No se trata únicamente de tecnicismos legales. El programa DACA fue concebido como un puente hacia una solución permanente; hoy, ese puente cruje bajo el peso de la omisión legislativa, el oportunismo judicial y una creciente hostilidad política hacia la migración latinoamericana. La ironía es dolorosa: jóvenes que crecieron en Estados Unidos, que pagan impuestos, que son estudiantes, trabajadores esenciales y miembros plenos de sus comunidades, son tratados como amenazas por el solo hecho de su origen.
Las implicaciones prácticas son alarmantes. En Texas, si el fallo entra en vigor, los beneficiarios de DACA perderían acceso a licencias de conducir y permisos laborales, arrastrándolos a la marginalidad económica sin siquiera el beneficio de una salida legal. Mientras tanto, el resto del país sigue operando en un estado de ficción legal: aceptando solicitudes que no puede procesar y renovando protecciones que podrían evaporarse con una sola decisión judicial.
Casos como el de Sergio Carlos Gómez, detenido por ICE a pesar de tener estatus vigente bajo DACA, evidencian la arbitrariedad y el desdén con el que las autoridades migratorias tratan a esta población. ¿Qué sentido tiene un permiso si no protege ante la maquinaria punitiva del Estado?
El Congreso, una vez más, guarda silencio. Y mientras los litigios se prolongan, se multiplica la angustia de cientos de miles de jóvenes que, lejos de ser ilegales, han sido legalmente ignorados. La promesa de una solución legislativa —como la reintroducción de la Ley del Sueño y Promesa Americana— no puede seguir siendo un gesto simbólico cada vez que se aproxima una elección.
Debemos denunciar con fuerza que la ambigüedad legal y la parálisis política en torno a DACA no son meros fallos del sistema. Son decisiones conscientes que reflejan una política migratoria profundamente excluyente, donde la ciudadanía se define más por el lugar de nacimiento que por el arraigo, el trabajo o la pertenencia social.
Es hora de que Estados Unidos reconozca, no solo en papel, sino con acciones concretas, que los dreamers no son piezas descartables de una estrategia electoral, sino seres humanos que han construido su vida en este país. Seguir posponiendo su regularización no es una omisión técnica: es una injusticia histórica.
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