
Por Daniel Lee Vargas
En el actual panorama migratorio entre México y Estados Unidos, el drama humano no se mide únicamente en kilómetros recorridos, en detenciones arbitrarias o en deportaciones masivas. Se mide en los silencios que gritan desde las sombras: en la ansiedad que desborda, en la depresión que asfixia y en la ideación suicida que cada vez más acompaña a mujeres migrantes que, además de cargar con la violencia estructural de sus países de origen, enfrentan el estigma de la salud mental en tierra ajena.
Como bien lo denuncian analistas e internacionalistas, estamos ante una crisis humanitaria con rostro de mujer, de infancia desplazada, de pueblos indígenas criminalizados por migrar. Pero esta tragedia no empieza ni termina en la frontera: se instala en los albergues saturados, en las estaciones migratorias desbordadas, y en las ciudades mexicanas donde se rehacen vidas bajo la invisibilidad y el miedo.
El Estado mexicano ya no puede seguir actuando como si fuera solo un país de tránsito. Es hora de que asuma su nueva realidad como nación de destino, con todo lo que ello implica: garantías de protección, acceso real a servicios de salud física y mental, y políticas públicas con perspectiva de género, interculturalidad y derechos humanos.
Mientras tanto, del lado estadounidense, el cinismo migratorio alcanza niveles alarmantes. Políticas que evocan los peores episodios de persecución ideológica hoy se manifiestan en deportaciones masivas y en el abandono de cualquier compromiso bilateral. La promesa del asilo se convierte en una burla cuando los vuelos terminan en Tapachula o Villahermosa, tan lejos como sea posible de una frontera que cada vez es más un muro de desamparo.
El costo humano de esta estrategia es enorme. Las y los migrantes no solo cargan mochilas: cargan duelos, traumas, angustias acumuladas, pérdidas que no cesan. Necesitan mucho más que documentos: necesitan escucha, contención, cuidado, respeto.
Y necesitan un entorno social que deje de verlos como amenaza y los reconozca como sobrevivientes, como portadores de cultura, como sujetos de derechos.
No sé cómo lo visualice usted estimado lector, pero urge un cambio de narrativa y de política.
Migrar no debe ser una sentencia de sufrimiento ni un pasaporte al olvido. Que el dolor no sea la única ruta posible. Que el suicidio no sea la única salida pensable.
Que la solidaridad sea más que una consigna, porque he decirlo, hablar de querer morirse es algo que debe tomarse en serio, la angustia, el abandono que sienten y la indolencia principalmente son muy reales. Y lo sufren principalmente las mujeres, que ni siquiera en su propio país, México, se sienten arropadas por sus propios paisanos, menos aún del Gobierno.
Qué decir de centroamericanos que huyeron en busca de oportunidades laborales en EU y aquí solo encuentran desprecio.
Es hora de cambiar, de cambiar todos…
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