Ricardo Burgos Orozco
El miércoles pasado iba a una consulta médica cerca de la estación del Metro Hospital General de la Línea 3. Era mediodía con un calor intenso de primavera. Me subí en Zapata; por fortuna a esa hora los vagones no van con las aglomeraciones que se acostumbran en la mañana o por la tarde a la hora de salida del trabajo de miles de personas, en horas pico.
Como es mi costumbre, no me senté pese a que había mucho espacio para hacerlo. Preferí permanecer de pie, colocado en el lado contrario de la salida, en busca de estorbar lo menos posible.
Venía pensando en mi cita, sin percatarme de las personas que estaban a mi alrededor, que no eran muchas. También reflexionaba la posibilidad imposible de que el Metro en sus doce líneas siempre fuera así de tranquilo, con poca gente, para no pasar los apretujones, empujones, pleitos y aglomeraciones que nos llevamos miles de usuarios que viajamos a todas horas en este transporte.
De pronto al levantar la vista observé a un personaje singular; de inmediato lo estudié de pies a cabeza. Me pareció estar en un túnel del tiempo. El hombre estaba sentado, dormido. No sé en qué estación se subió, pero me llamaba mucho la atención su vestimenta; ya nadie se viste de esa manera.
Por supuesto, jamás hubiera interrumpido su sueño para interrogarlo, pero no duden que siempre estuve tentado para hacerlo o deseaba que el vagón diera unos de sus enfrenones bruscos a los que nos acostumbra para que abriera los ojos. Nunca sucedió y eso me permitió verlo con mucho detenimiento.
El desconocido personaje traía un sombrero de ala ancha, color gris, al parecer de lana virgen. Investigué y no son baratos; en internet se cotizan en más de dos mil 500 pesos. Hace años que nadie usa ese tipo de sombreros o no había visto quien los usara en este tiempo. Ya hay pocas tiendas en la Ciudad de México dedicadas a vender ese tipo de accesorios.
Portaba además un traje casi del mismo color que el sombrero, camisa de color azul, con una corbata rosada; No sé si en los años cuarenta o cincuenta, los caballeros usaban ese tono. Remataba su ajuar con zapatos desgastados, pero muy brillosos, tanto que parecían de charol. Dice una amiga que es lo primero en lo que se fijan las mujeres.
La vestimenta del hombre que iba en el vagón me recordó a los protagonistas de las películas de la época de oro del cine mexicano de los años cuarenta o cincuenta; soy muy aficionado a ellas. Me acordé de Arturo de Córdova, Abel Salazar, Fernando Fernández, Antonio Badú, Luis Aguilar, Pedro Infante, David Silva, entre muchos más.
Bajé del Metro en la estación Hospital General sin que se despertara tan singular personaje, quien me recordó un tiempo maravilloso de nuestro cine. A lo mejor otro día me lo encuentro y por supuesto le haré muchas preguntas sobre su peculiar forma de vestir.
Observen la foto adjunta y me dirán qué les parece o ¿a quién se parece?