Arturo Zárate Vite
Para nadie era secreto que Luis Donaldo Colosio Murrieta se caracterizaba por ser reacio al uso de la seguridad. Para nada le gustaba ver la escolta. Quería estar cerca de la gente, sin intermediarios. Es la razón por la que en Lomas Taurinas quedó en medio de un remolino humano, con las consecuencias que ya todos conocemos y atribuidas a Mario Aburto.
Su entusiasmo por gobernar México y ganarse al pueblo lo llevó a descuidar su seguridad, a tal punto que nunca quiso utilizar ninguna de las chamarras blindadas que su equipo le mandó a hacer. Se la ofrecieron en diferentes ocasiones y en todas las rechazó.
De habérsela puesto el 23 de marzo de 1994, no lo hubiera penetrado el disparo en el cuerpo.
En Lomas Taurinas todavía alcanzó a decirle a uno de sus colaboradores que ya era hora de irse, nada más que en medio de ese remolino humano, se avanzaba con mucha dificultad y por momentos no podía dar ni un paso hacia la salida o en busca de la salida.
Sobre el caso Colosio se han escrito infinidad de historias, demasiada imaginación de quienes presumían y todavía presumen, después de casi 30 años, que eran confidentes del sonorense. Muchas declaraciones inventadas en torno al homicidio, lo que explica que más de 600 hayan sido desechadas por quienes realizaron la investigación.
Luis Donaldo Colosio estaba contento, porque el día trágico, antes de viajar a Tijuana, en Culiacán, había recibido la llamada de Manuel Camacho Solís, en la que le diría que se hacía a un lado de la supuesta competencia por los espacios mediáticos y la candidatura presidencial tricolor.
Fue Marcelo Ebrard (entonces brazo derecho de Camacho) quien buscó por teléfono a Colosio, con la intención de comunicarlos. El asistente de Colosio pidió que lo pusiera en la línea. Colosio se dio cuenta y preguntó quién llamaba. No esperó a que le pusieran en la línea a su presunto rival, tomó el teléfono y su semblante se transformó en el curso de la conversación. Inocultable su emoción. Una inyección de energía, confianza y tranquilidad. Camacho se había desmarcado.
Tal era la confianza y seguridad que le había dejado la llamada que Colosio instruyó a sus colaboradores que ya no le pasaran tarjetas. A partir de ese momento su discurso sería espontáneo, como él sintiera a la gente y el desarrollo del mitin, directo, sin leer mensajes.
Si Colosio había recibido amenazas, como algunos llegaron a decir, solo el candidato lo sabía. Era extremadamente hermético. Ni a su sombra le confiaba sus secretos. A nadie de su familia. Ni a su esposa Diana Laura ni a su papá Luis Colosio Fernández, mucho menos a los que después se identificaron como “confidentes” del político de Sonora.
Por eso Diana Laura tomaría varias de las versiones de esos “confidentes”, tratando de adivinar o encontrar al presunto autor intelectual responsable del asesinato de su esposo.
Uno de los nombres que le repitieron fue el de Fernando Gutiérrez Barrios, quien era sabido estaba marginado por el gobierno en turno, aunque las causas no eran públicas. Lo que era un hecho es que todo el gabinete evitaba hacer contacto con el veracruzano.
En contraste, más como un gesto simbólico y de aprecio, no porque le hiciera falta dinero, Gutiérrez Barrios recibía su mesada de parte de Colosio. Hecho del que solo estaba enterado el mensajero y el propio mensajero, en la primera oportunidad que tuvo, para despejar dudas, le hizo saber a Diana Laura la deferencia que tenía su esposo con Don Fernando.
Diana Laura lo borró de la lista de sospechosos.
Están a punto de cumplirse 30 años del asesinato y la diversidad de opiniones sobre el homicidio no ha cesado ni cesará.
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