Es evidente que queremos más a unas personas que a otras pero la sociedad exige que se establezca una jerarquización al amar de tal forma que no choquen unos con otros
Alma R. Bernal Trujillo / @AlmaBer03976513
Desde que somos niños toda persona que se encuentra a nuestro alrededor, en mayor o menor medida, se encarga de desgastar, limitar, coartar y hasta obstaculizar, en pocas palabras, de ir matando la capacidad de amar que apenas comenzamos a descubrir.
Es evidente que queremos más a unas personas que a otras pero la sociedad exige que se establezca una jerarquización de cariños de tal forma que no choquen unos con otros. El medio nos forma una capacidad de amar lineal, cuya característica principal es la de ser un sistema cerrado; jamás se le menciona como una virtud que puede incrementarse y desarrollarse, con la ventaja de que no termina y es un recurso renovable.
La consigna de “no se puede querer a dos personas o más al mismo tiempo” queda impregnada hasta la más recóndita de nuestras neuronas. A todo esto, se le debe sumar la represión de la espontaneidad y de toda muestra de afecto de que somos capaces. La expresión libre de lo que pensamos parece estar fuera de contexto en un mundo que se basa en la oferta y la demanda, además del pensamiento de “si doy, me quedo sin nada”.
Cuando somos niños y corremos a abrazar a nuestros padres cuando regresan de la jornada laboral, debemos reprimir tal “imprudencia”, ya que ellos vienen muy cansados y los abrazos gastan demasiada energía.
Si es hora de dormir y vemos que nuestra madre irá a alguna fiesta y le queremos decir “te ves muy guapa” y darle un beso es conveniente que lo pensemos dos veces ya que podríamos escuchar: “me despeinas, me arrugas el vestido o me desmaquillas”.
Cuando vamos a la escuela y queremos platicar con la maestra o regalarle la tradicional manzana, es mejor que olvidemos la intención porque puede pensar que “eres un barbero”.
Ejemplos como estos son leves pero constantes; hay que recordar que, de poco en poco, se puede desparramar el vaso. Otro de los ejemplos que se considerarían muy marcados, es que entre familia nos atrevamos a decir “te quiero”, ya que para qué se dice si seguramente el o la otra ya lo sabe.
La capacidad de amar se salva durante la niñez, con las caricias maternas cotidianas, las cartas o mensajes electrónicos de texto que nos mandamos entre amigas o entre amigos o con algunas demostraciones de cariño durante la época decembrina. Pero cuando llegamos a la adolescencia, cuando el mundo nos parece un terreno inmenso sin explorar, una fuente interminable de alegrías o un desierto reseco y descolorido en el que estamos solos y sedientos, se vuelve más necesario.
En forma simultánea se instalan el desamor y la desesperanza y la falta de fe en un mundo mejor, en donde todos seamos amigos de todos. Si tenemos ganas de gritar cuando vemos a alguien en la calle y debemos guardar las apariencias. Una represión tras otra.
Si corremos con suerte, nos enamoramos y se enamoran de nosotros; aprendemos a verbalizar esos “te quiero”, “te extraño”, “te necesito”, damos un beso sin miedo de recibir una cachetada.
El hombre puede encontrar a una mujer que haga su primer encuentro sexual placentero y viceversa, pero son muy contadas veces. A la mayoría nos hacen sentir como descerebrados e inexpertos.
Polarizamos los sentimientos, no valoramos quienes son merecedores de nuestro amor, amarramos todos los sentidos, nos volvemos de piedra, de plástico o de cartón.