Alejandro Evaristo
Ella abraza el espacio. La mejor parte de cada día, dice sin mentir, es cuando estoy aquí, contigo. En respuesta recibe algo parecido a una sonrisa y una mirada de esas descritas como inolvidables, aunque no puede verle.
Entonces se sienta frente al espejo para empezar a despojarse de quien no es. Primero los aretes, cuyo sistema de presión cedió con facilidad a los dedos para después ser depositados con toda facilidad en el alhajero de la Navidad pasada cuando, sorprendida, recibió el regaló de manos de sus padres: su amigo no podría estar con ella, pero no había olvidado la importancia de la fecha para ambos y envió por mensajería el paquete; todos aplaudieron cuando el brillo en sus ojos se acrecentó al descubrir la caja y escuchar, al abrirla, un oculto mecanismo interno reproduciendo un extracto de “Las cuatro estaciones”, compuesta hace siglos por el gran Antonio Vivaldi (entre 1721 y 1725 dicen los que saben), su favorita desde aquella, la primera vez…
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Cada cierto tiempo el dolor aumenta, le molesta algunas horas y luego regresa al desconocido sitio del que surgió para esperar una nueva oportunidad.
Lo describe como una especie de burbuja creciendo despacio desde lo profundo de su parietal derecho hasta alcanzar el borde en el cráneo y presionar desde el interior todo lo que encuentra, incluido el glóbulo ocular, provocando movimientos imperceptibles dentro de la boca y aumentando la capacidad auditiva.
Cuando cada episodio está por llegar la visión se enrarece, aparecen una suerte de pequeños destellos volando a través de la imagen en composición o interpretación y una especie de nausea llega desde la zona más oculta del esófago y recorre todo el camino hasta alcanzar las glándulas salivales, donde la acidez hace lo suyo. Entonces debe correr y guarecerse en algún lugar apartado, oscuro y solitario, porque la percepción sensorial aumenta a niveles indescriptibles y el mínimo sonido taladra cada hueso, nervio y músculo en su cuerpo provocando un dolor que se niega a manifestarse en cualquier otro sitio que no sea el interior de su cabeza y para recordarle envía un enorme amargo al sabor de su boca. El mismo efecto le causa la mínima presencia de luz.
Como se podrá adivinar, este estado le impide hacer y pensar. Solo está ahí, esperando con un pañuelo en la mano para limpiar los resabios de la última arcada.
Luego de algunas horas, pocas a veces y demasiadas en ocasiones, puede incorporarse y debe regresar las cosas a su sitio y limpiar. La frazada vuelve a su sitio original en el apartado destinado a blancos del armario, a menos que la haya ensuciado porque entonces su destino es la lavandería, los pedazos de papel higiénico son depositados en el correspondiente contenedor y el inodoro recibe una capa de cloro y agua para desechar cualquier residuo. Un baño de agua caliente le permitirá ocultar las lágrimas y un sueño reparador las enormes ojeras surgidas tras momentos de pesadilla y dolor…
Hola amor… ya estoy bien…
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El camisón de encaje negro espera ansioso la oportunidad pero, al parecer pasará frío esta noche colgando en el mismo sitio de ayer y la noche anterior.
Ella usa el conjunto deportivo que le ha acompañado cada noche los últimos meses y toma un libro que será el nuevo favorito, las próximas horas al menos. Se acurruca en la cama y ansía sorprenderse: “El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas…”, la primera frase de Truman Capote en “A sangre fría” le provoca porque cuando llegó encontró la nota que le había dejado junto al alhajero: “Lo siento, ahí viene otra vez. Estaré en el baño, por favor no hagas ruido… en cuanto esté mejor iremos al atardecer. Te amo”.
No pudo evitar las lágrimas y soñar…