Alejandro Evaristo
El otro lado de la cabeza no es tan fuerte. Uno implica el uso de la razón y el otro se mueve a través de los oscuros entresijos de la fantasía. Uno sirve par a hacer y el otro para crear y ambos, me guste o no, lo quiera o no, siempre llegan a ti.
De cuando en cuando es posible hacerte a un lado, pero son los segundos más improductivos de la existencia y ese, querida mía, es un lujo cuyo disfrute y alcance no puedo permitirme. No al menos mientras atravieso el caudal de esta enorme corriente llamada vida para llegar a la otra orilla, aunque ignoro para qué…
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En casa hay una pizarra blanca en la cual anoto los pendientes del día y pego, con la ayuda de imanes, los papeles relacionados con las cuentas por pagar.
Para escribir utilizo el color rojo para aquellas situaciones a atender con relativa celeridad, el verde para aquellas cuya espera no me significa un conflicto en el corto plazo, el azul está destinado a las relacionadas con ideas y creatividad y el negro es para todo lo demás: fechas, horarios, citas y ocasionales recordatorios sin mayor relevancia.
Hay también un espacio con corcho para asegurar documentos o cosas con chinchetas de colores (los mismos de la escritura para no perder el nivel de jerarquización previamente establecido).
Entre todo ese cúmulo de cosas y letras y papeles colgados hay un montón de situaciones cuya importancia en realidad no es tal: el recibo del agua, una receta, detalles de un texto cuyo fin no llega, el título de un libro sin leer, fotos de una hermosa camioneta roja, publicidad sobre una marca de motocicletas, presupuestos, ideas… y ya.
No hay nada sobre personas.
El fin único de todo lo señalado ahí está relacionado, en mayor o menor medida, con situaciones materiales.
Cuando caí en la cuenta no pude más que avergonzarme porque, al parecer, pese a las palabras, los supuestos sentires y los hechos pasados y presentes, soy solo eso: “cosas”…
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Entre las tardes de lluvia y los pequeños espacios para la reflexión y el olvido, entre las charcas y los vientos, caí en la cuenta: el otoño pasado fue un parteaguas. Surgieron colores, sonrisas, espacios y planes; aparecieron retos y personas por todos lados y a todas horas cuya cercanía ayudó a definir un poco más el camino y permitieron confirmar, con el paso de las semanas, aquello en lo cual deseché convertirme.
Fueron momentos de aprendizaje y hasta de muy esporádicas ensoñaciones.
Ilusiones surgieron, viajaron, volvieron. Gracias a ellas logré desarrollar eso conocido como “tolerancia” y también comprobé las capacidades reales del cúmulo de componentes apresados en este cuerpo a esta hora.
Hoy hay orden, hay gratitud, hay enseñanzas regadas por todos lados: unas están atrapadas en sonrisas sin motivo aparente, otras están a la espera de ser y formar el infaltable café matutino y muchas, muchísimas más, cubren el paso de cada día mientras avanzo al oriente y el despertar de cada sol.
Sí. Son diferentes y puedo jurarlo. Ya no importa.
Mientras preparo las armas para enfrentarme a lo desconocido de esta mañana, recuerdo una época y su frío, la calidez de las manos, los reclamos sin sentido y los argumentos fáciles, también las sombras unidas… las almas encontradas.
Pese a todo ello, hoy puedo afirmarlo sin ápice de arrepentimiento: es, fue, mi época favorita ese año, de hecho lo será siempre, al menos hasta la llegada del próximo invierno, cuando piel y huesos resientan la humedad y el frío porque así fue, así fuiste… un hermoso otoño… un doloroso invierno…