Por Ricardo Burgos Orozco
En estas recientes semanas de 2022 hemos visto que se ha incrementado el número de gente que andamos en la calle todos los días y especialmente en el Metro de la Ciudad de México, que está transportando actualmente alrededor de cuatro millones y medio de personas, sin contar con la Línea 12.
Pese a que continúa la pandemia los capitalinos ya andamos muy confiados saliendo a la calle, pensando que el cubrebocas nos va a proteger de todo, aunque es cierto que por fortuna la variante Ómicron no resultó tan grave como el Covid 19, que sigue provocando contagios, hospitalizaciones y fallecimientos.
Leí que ahora en las horas pico – en las mañanas y en las tardes y noches — el cupo de cada vagón está rebasado por mucho. Caben un total de mil 530 personas, 360 sentados y mil 170 parados, pero ya he comprobado que el espacio se aprieta demasiado a la hora de más movimiento humano. Eso me sucedió alguna ocasión viajando de Barranca del Muerto a Tacubaya; por poco me asfixio, pero pude salir sin nada que lamentar.
Las aglomeraciones en el Metro provocan diferencias y dimes y diretes entre usuarios que, por fortuna, no han pasado más allá de palabras, cuando menos en las ocasiones en que me ha tocado ser testigo en estos días.
Apenas el martes venía de Centro Médico en la noche cuando un hombre comenzó a discutir con otro en el vagón. Al parecer uno empujó al otro al pasar. El más joven – cuarentón — era el más belicoso gritándole hasta de lo que se iba a morir e invitándolo a los golpes: “ándale, aviéntate, luego te vas a arrepentir porque te voy a partir la madre bien y bonito”; el mayor –de unos 50, pero más alto – trataba de justificar el empellón.
Los dos personajes estaban muy cerca de mí; temía que alguno soltara el primer golpe y yo en medio. El más joven era quien se veía decidido a trompearse en público. Me le quedé mirando fijamente y le dije muy sereno: “usted cree que valga la pena pelearse por esa tontería”. Pensé que la iba a agarrar conmigo, pero no, se tranquilizó y se alejó. Se bajó en Eugenia mientras su “rival” siguió no sé hasta dónde; ya no supe.
Al día siguiente, iba hasta la estación Eduardo Molina en la mañana, venía de Pantitlán, el vagón también muy cargado de gente. De pronto escuché una voz de mujer que decía: “oiga, por qué no se hace para allá, me está molestando”. De inmediato, oí una voz masculina que le contestó: “si es usted tan delicada, bájese y tomé un taxi, pinche vieja”. No podía verlos porque yo estaba más alejado, pero se escuchaban perfectamente pese al ruido del Metro. La señora se bajó en Oceanía no sin antes recetarle un: “viejo idiota”.
Un día hace dos semanas me subí en la estación Jamaica regresando de consulta homeopática; un joven flaquito y con lentes, acompañado de una muchacha, me dio un leve empujón al entrar al vagón. Le dije: “con cuidado, amigo”, pero me contestó de manera violenta como queriendo pelear: “qué traes, viejo ¿Quieres que te surta?”; “señorita, tranquilice a su hermanito”, le comenté a su acompañante con cierta burla ¡Es mi novia, viejo güey! Me respondió el chavo muy molesto. Me reí, alcé las manos en son de paz y me alejé a otro lado del tren. Más vale.